Facebook, un riesgo para la democracia


La democracia occidental está en riesgo por culpa de Facebook. La red social se comporta como un gangster digital que viola deliberadamente la privacidad de las personas e ignora las leyes de la competencia. Vive de vender datos de sus usuarios sin autorización, desprecia a las autoridades democráticas, y esconde su responsabilidad detrás de argumentos falsos. Además, se cree que está por encima de la ley y que no debe rendir cuentas de sus actos.

Esa durísima descripción de la principal red social del planeta no es del autor de este artículo, es la conclusión a la que arribó una comisión del Parlamento Británico dedicada a investigar el fenómeno de la desinformación y las noticias falsas (fake news).

El reporte final del Comité de Deportes, Medios, Cultura y Tecnología Digital se difundió a mediados de febrero, luego de 18 meses de investigación, 23 sesiones orales de pruebas, incluida una en Washington, 73 personas que brindaron testimonio personalmente y más de 170 presentaciones escritas de personalidades de diferentes rincones del mundo, entre las que se encuentra la del diputado argentino Leopoldo Moreau, en su calidad de presidente de la Comisión de Libertad de Expresión de la Cámara baja.

La novedad implica otro duro golpe a la credibilidad de Facebook, que cae en picada desde hace poco más de un año, cuando comenzó a trascender el escándalo de las filtraciones de datos personales para su utilización política en la campaña presidencial de Donald Trump.

Momento de quiebre

El punto de inflexión en su carrera ascendente probablemente ha sido la difusión del escándalo de Cambridge Analytica, una consultora política británica contratada por la campaña del presidencial de Trump, que llegó a realizar hasta cien mil publicaciones diarias en Facebook, la mayoría con contenido falso, apuntadas a explotar creencias o debilidades de los usuarios de la red social, información a los que accedió de manera irregular.

Cambridge Analytica obtuvo datos personales de más de 50 millones de usuarios, de los que supo edad, sexo, composición familiar, preferencias políticas, creencias religiosas, elecciones sexuales o posiciones personales respecto de cuestiones sociales, entre mucha otra información. El camino para conseguirla fue turbio: el psicólogo e investigador rusoamericano de la Universidad de Cambridge Aleksandr Kogan había obtenido autorización de Facebook para solicitar datos mediante una aplicación ofrecida en la red que funcionaba como una suerte de test personal. La información, prometió, tendría solo fines académicos y alcanzaría a unos miles de usuarios.

Kogan, con un aporte de 800 mil dólares de Cambridge Analytica, consiguió que participaran de su experimento casi 300 mil personas. Pero, además, sin avisar, tomó también toda la información personal de los amigos de esas personas, con lo que aumentó el número a 50 millones de usuarios (algunas fuentes hablan de 85 millones). Esa base de datos fue la que transfirió luego a Cambridge Analytica, que la aprovechó para publicar información -falsa o verdadera-, para influir en la opinión política de cada usuario según su perfil. Probablemente los católicos, por ejemplo, hayan visto publicada en su muro la nota falsa -desmentida luego por el Vaticano- en la que el papa Francisco respaldaba la candidatura de Trump.

Facebook declaró luego que tenía conocimiento de esa filtración de datos, pero no hizo nada para detener su mal uso.

Desde entonces, una sucesión de iniciativas para investigar, regular y sancionar a las redes sociales en general, y a esta en particular, han tomado forma, sobre toda en Europa.

La experiencia germánica

Alemania tal vez haya sido el país que actuó más rápidamente: dictó en 2017 la ley NetzDG -entró en vigencia el 1 de enero de 2018- que obliga a Facebook a quitar de su plataforma en menos de 24 horas cualquier publicación que contenga “discurso de odio”. Si no lo hacen se exponen a recibir multas por hasta 50 millones de euros.

Por haber sido la primera en su tipo, se transformó en una excelente herramienta para experimentar la aplicación de sistemas regulatorios, siempre polémicos, sobre un fenómeno aún novedoso como el de la publicación en redes.

En los últimos días, las autoridades alemanas han dado nuevos pasos para marcarle lo límites de acción a Facebook.

A mediados de 2016 la autoridad regulatoria de ese país había comenzado a investigar la recopilación de datos de la red social, bajo la sospecha de que obtenía información personal de otras redes sociales como Whatsapp, Instragram e incluso Twitter, con el fin de mejorar el conocimiento de los usuarios y así mejorar sus propios ingresos. Todo, claro, sin el consentimiento del observado.

El 7 de febrero último, el organismo estatal dio a conocer las conclusiones de su informe final, en el que sostiene que Facebook deberá pedir autorización para obtener datos de otras redes y que además podría verse obligada a limitar o suspender el uso del botón “Me gusta” en sitios web de terceros.

Cinco días después, un tribunal de justicia alemán dictó un fallo contra Facebook cuestionando su configuración de privacidad y algunas condiciones de uso y protección de datos, asegurando que violan los derechos del consumidor alemán.

“Facebook camufla ajustes prestablecidos poco respetuosos con la protección de datos en su centro de privacidad, sin ofrecer la suficiente información al respecto cuando uno se registra”, había observado Heiko Dünkel, del organismo de defensa del consumidor que había realizado la presentación judicial contra la red social.

Otros también

A fines de enero las autoridades rusas anunciaron que iniciaron una causa administrativa contra Twitter y Facebook por no cumplir con la ley de Almacenamiento de Datos. Esa norma establece que las compañías locales y extranjeras deben mantener la información personal de los ciudadanos rusos en bases de datos ubicadas en territorio nacional.

Pese a que está en vigencia desde 2015 y a las intimaciones sucesivas, las empresas aún no informaron cuando cumplirán con esa obligación.

También Francia analiza dictar normas para bloquear las noticias falsas y Japón busca como frenar las publicaciones con rasgos suicidas en la red.

El informe británico y la “necesidad” de regulación

El punto en común de las experiencias anteriores, y de otras que por economía de texto no se mencionan aquí, es que hay una creciente coincidencia en los gobiernos nacionales, sobre todo europeos, en que es necesario algún tipo de regulación estatal sobre las redes sociales en particular y sobre internet en general, incluido Google, que también ha tenido sanciones y advertencias por parte de las autoridades europeas.

“Necesitamos un cambio radical en el equilibrio de poder entre las plataformas y las personas. La era de la autorregulación debe llegar a su fin. Los derechos de los ciudadanos deben establecerse en un estatuto, y exigir que las empresas de tecnología se adhieran a un código de conducta redactado mediante una ley del Parlamento y supervisado por un organismo regulador independiente”, expresa Damian Collins, el presidente del Comité en las conclusiones del informe.

En definitiva, luego de las feroces críticas, la propuesta que eleva la Comisión al Parlamento británico es avanzar en el dictado de normas que regulen el funcionamiento de las redes sociales y la responsabilidad de las empresas propietarias.

Concretamente, propone:

  • Dictar un Código de ética obligatorio para empresas de tecnología, que sea supervisado por un organismo regulador independiente
  • El Regulador debe tener poderes para iniciar acciones legales contra las compañías que infrinjan el Código de ética.
  • Reformar las leyes y normas vigentes en materia de comunicación electoral sobre la participación extranjera en las elecciones del Reino Unido
  • Las compañías de medios sociales están obligadas a eliminar las fuentes conocidas de contenido dañino, incluidas las fuentes comprobadas de desinformación

Según Collins, miembro del Partido Conservador, “la investigación durante el último año ha identificado tres grandes amenazas” para la sociedad: La democracia está en riesgo debido a la selección maliciosa e implacable de ciudadanos desinformados y de ‘anuncios oscuros’ personalizados de fuentes no identificables. Esas publicaciones se entregan a través de las principales plataformas de medios sociales que utilizamos todos los días. Gran parte de esto está dirigido por agencias que trabajan en países extranjeros, incluida Rusia.

Con ese argumento, el informe sostiene que “las grandes empresas tecnológicas no están cumpliendo con el deber de cuidado que deben a sus usuarios para actuar contra el contenido dañino y respetar sus derechos de privacidad de datos”.

Rápidamente, desde la oposición salieron a respaldar el enfoque del Informe, exhibiendo un fuerte consenso interpartidario para regular las redes sociales. “El Partido Laborista acuerda con la conclusión final de la Comisión, la era de la autoregulación de las compañías tecnológicas debe concluir inmediatamente. Necesitamos una nueva regulación independiente con fuertes poderes y un régimen de sanciones para frenar los peores excesos del capitalismo de vigilancia y las fuerzas que intentan usar la tecnología para subvertir nuestra democracia”, indicó Tom Watson, líder adjunto de esa fuerza, al comentar el informe.

Pese al consenso respecto de la necesidad de regulación pública, parece que no está claro todavía cuál de los problemas que se adjudican a las redes sociales y a Internet en general representan una amenaza más grave al funcionamiento de la sociedad.

Los tres problemas

Atendiendo los argumentos del Informe británico y de otras observaciones realizadas por autoridades europeas, se pueden identificar al menos tres cuestiones centrales:

  1. Espionaje: La violación de la intimidad de las personas al recabar, acopiar y procesar datos de preferencias, comportamiento y consumo sin consentimiento del usuario.
  2. Tráfico ilegal de datos: La comercialización de esa información sin la autorización del usuario y sin participación en los beneficios obtenidos.
  3. Engaño, discriminación y manipulación: La distribución de material informativo falso y de contenido de odio o discriminación con la intención de influir en procesos electorales.

Podría decirse que los dos primeros puntos forman parte del mismo problema y deberían ser uno solo dado que la violación de la intimidad tiene como fin mejorar los sistemas de clasificación de individuos y predicción de comportamiento para maximizar la ganancia de las empresas, ya sea ofreciéndolos en venta como una exhaustiva base de datos, o mediante la comercialización directa de publicidad personalizada de acuerdo a la ultra segmentación de público que permite aquella información.

Sin embargo, eso es así en la medida en que pensemos en sociedades democráticas, en las que no exista persecución por motivos ideológicos, por cuestiones de conciencia, creencia religiosa, preferencia sexual o de cualquier otro tipo. Pero en sociedades autoritarias, la violación de la privacidad podría tener como objetivo central la persecución de disidentes o la discriminación de quienes no encajen en los cánones establecidos, con una eficiencia que resulta escalofriante de sólo imaginarla.

De modo que obtener información personalísima sin autorización del involucrado -lo que en otra época se definía simplemente como espiar-, cualquiera sea el objetivo, se presenta como un problema en sí mismo. Otro es la comercialización de esa información.

El tercero, en tanto, parece ser el que más preocupa a las autoridades políticas ya que está directamente relacionado con la posibilidad de influir en la opinión pública de manera deshonesta hasta el punto de torcer la voluntad popular, tal como -presume el Informe británico- ocurrió en las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2015, el referéndum de 2016 por la continuidad o la salida de Gran Bretaña de la Comunidad Europea y las elecciones generales británicas de 2017.

Tanto las propuestas de la comisión parlamentaria británica como la ley NetzDG concentran su atención en establecer mecanismos que obliguen a las empresas a despublicar información falsa o con sesgos discriminatorios, bloqueando incluso las fuentes que provean esa información. La legislación alemana, que por supuesto es más precisa que las propuestas del informe, obliga a la empresa a ejercer una censura casi inmediata del contenido publicado que pueda ser considerado ilegal ya sea cuando es denunciado así por un tercero o cuando lo advierten los propios moderadores de Facebook.

En principio, lo que está prohibido publicar en la red es aquello que castiga el código penal alemán:

  • divulgación de material propagandístico de organizaciones inconstitucionales
  • uso de símbolos de organizaciones inconstitucionales
  • preparación de un delito violento grave que ponga en peligro al estado
  • incitación a la comisión de un delito violento grave que ponga en peligro al estado
  • falsificación de traición a la patria
  • instigación pública a delinquir
  • alteración del orden público mediante amenazas de delitos
  • conformación de organizaciones criminales o terroristas
  • incitación al odio
  • divulgación de representaciones de violencia
  • recompensa y aprobación de delitos
  • difamación de religiones y asociaciones religiosas o ideológicas
  • distribución, adquisición y posesión de pornografía infantil
  • insulto y difamación
  • violación de la privacidad íntima mediante la toma de fotos
  • amenaza de la comisión de un delito
  • falsificación de datos de relevancia probatoria
Todo menos el dinero

Como se ve, la preocupación de esa norma, atenta a la historia trágica de Alemania, es evitar la propagación de mensajes de odio o discriminación y, en alguna medida, la información falsa. Es decir, se concentra en el punto 3, Engaño, discriminación y manipulación. Sin embargo, la ley no avanza en la regulación de los puntos 1 y 2, que son el corazón del negocio.

Facebook, por su parte, aceptó la regulación del Estado alemán y comenzó a colaborar en la eliminación de contenido. Semestralmente, cumpliendo una obligación que fija la propia ley NetzDG, emite un informe con la cantidad de material censurado y el motivo.

La novedad que implicó esta ley es que hace responsable a la red social del contenido que se publica en ella, y la empresa acepta esa condición y asigna recursos técnicos y humanos a cumplir esa tarea. De hecho, Facebook asegura que tiene a 1.200 moderadores trabajando en Alemania de los 14.000 que emplea en todo el mundo, es decir que concentra allí casi un 9 por ciento del personal asignado a esa tarea.

El problema es que la ley le asigna a la empresa -y la empresa a sus trabajadores- la responsabilidad de decidir sobre la legalidad o ilegalidad de una publicación. Lo que en otras condiciones debería hacer la Justicia, o al menos un equipo jurídico asesor, hoy recae en jóvenes empleados que ganan poco más que el salario mínimo, revisan unas 2 mil publicaciones por día y deben decidir casi instantáneamente si una persona tiene derecho a publicar determinada imagen o comentario.

En algunos casos la tarea es sencilla, una esvástica o la pornografía infantil son claramente ilegales, pero una opinión sobre algún grupo religioso o una política respecto de la inmigración puede caer en una zona gris poniendo en juego el derecho a la libre expresión. ¿Se puede publicar la foto de un desnudo artístico femenino? ¿masculino? ¿desnudo artístico de una persona transgénero? ¿Y la imagen de un accidente? ¿De un cadáver? ¿Quién determina qué es artístico, qué es mal gusto y cuándo un concepto político o una creencia religiosa discrimina o es violenta?

Facebook no sólo nos conoce en profundidad y vende nuestros datos sin consentimiento. También decide qué se puede publicar y que no. Qué es legal y qué no.

Es cierto que las redes sociales han sido fenomenales facilitadores de la difusión de contenidos falsos y de mensajes de odio. Pero lo han hecho con todos los mensajes, los positivos también. El poder que detenta la red social es enorme, y el interés de los Estados por comenzar a ponerle un límite parece razonable. Pero agregarle al poder que tienen el de censurar nuestras publicaciones parece una medida que va en dirección contraria.

Probablemente la regulación de contenidos, de existir, debería ser externa a la empresa como ocurre con la radio y la televisión. Allí existe un organismo público, ajeno a los canales y las radios, financiado con los impuestos que ellos pagan, para regular el contenido y eventualmente aplicar sanciones administrativas, aunque eso es así porque emplean espectro radioeléctrico, cuya administración está en poder del Estado. No pasa lo mismo con los medios gráficos, que no tienen regulación y solo pueden recibir sanción judicial cuando cometen un delito.

Las redes no están en un grupo ni en el otro, por eso el desafío de pensarlas desde la perspectiva de la regulación pública no es menor. Y no debería ser una regulación exclusivamente de contenidos, también resulta imprescindible una discusión respecto de la recopilación de datos personales, y su comercialización.

Debemos saber como individuos y como sociedad qué datos nuestros recopilan, cómo los procesan, dónde los almacenan y qué hacen con ellos. También deberíamos poder opinar sobre su destino comercial. Y deberían ofrecernos alternativas para utilizar los servicios sin tener que entregar a cambio nuestra identidad y nuestras preferencias. Pero sobre ese punto, en el que se pone en juego el negocio de Internet, el debate parece aún frío y lejano.