Mientras cocino


Cocino, y mientras cocino pienso en las enormes diferencias entre invitar una cena y cocinarle a alguien.

Para invitar una cena sólo hace falta una billetera, un azar de agenda y un cierto sentido de la sofisticación (hablo del sentido original del término, sofisticado en tanto artificioso y aparente)

En cambio, cocinar requiere sabiduría, generosidad y trabajo. Es decir, amor.

Por eso se puede invitar a cualquiera, pero no se le debe cocinar a cualquiera.

Sólo es merecedor de nuestra cocina quien es capaz de apreciarla, quien es capaz de comprender el milagro de algo tan sencillo -y la vez tan repleto de múltiples sentidos- como unas papas con sal, pimientas y aceite de oliva.

Si le cocinás a alguien capaz de sentirlo, no importa qué pase después: le habrás cocinado a la persona correcta, más allá de que, luego, no se anime a repetir el milagro y se refugie en la comodidad de una previsible invitación a cenar a algún lugar de pretendida elegancia.