“Gloria y loor, honra sin par”


“¡Sombra terrible de Facundo voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: revélanoslo. Diez años después de tu trágica muerte, el hombre de las ciudades y el gaucho de los llanos argentinos, al tomar diversos senderos en el deserto, decían: ‘¡No!, ¡no ha muerto! ¡Vive aún!. ¡Él vendrá!'”

Domingo F. Sarmiento, Facundo o Civilización y barbarie en las pampas argentinas.

Al autor de esta obra maestra de la lengua castellana hoy lo bronceamos y llamamos ‘Padre del aula’. Pero no promovió sólo las primeras letras sino que impulsó la astronomía, la meteorología y las telecomunicaciones.

Fue el primer protector de los animales, pionero de la narrativa latinoamericana, rompió el lugar de inferioridad que se les daba a las mujeres en la educación y la cultura.

Viajero por tres continentes, fue un gobernante probo, periodista volcánico, enemigo de curas y chupacirios, fundador de ciudades que aún hoy son ejemplo de armonía arquitectónica y disfrute de sus habitantes, hacedor de aquella Argentina que no nos avergonzaba, soñó con las autopistas fluviales en América del Sur, creó venas de acero en forma de ferrocarril.

También llevó a Mendoza a Michel Aimé Pouget, un ingeniero agrónomo francés al que conoció en Chile, y quien trajo una serie de cepas europeas hasta entonces inexistentes en Argentina, como el cabernet sauvignon, el pinot noir, y, por supuesto, el malbec.

Domingo Faustino estuvo lejos de ser el alumno ejemplar que nos vendían: solía ratearse para ir con sus amigos a pelear batallas de piedras y palos. Era liero y de mal comportamiento. De grande resultó bastante irrespetuoso y soberbio. Solía autodiagnosticarse enfermedades y no le daba pelota a los médicos.

Amante fervoroso, tuvo queridas por docenas y otros tantos hijos. Cuando fue ministro de Nicolás Avellaneda, solía esperarlo (dicen) con los pies sobre el escritorio y recostado para atrás. Le decían “el Loco”, pero no por sus ideas de avanzada para la época, sino por estos desubiques.

Riguroso, apuntaba en sus libretas hasta los gastos de las orgías.

La historiografía de derecha lo ha tratado muy mal por eso de la “Civilización o Barbarie” un libro que jamás leyeron tal como indica que siquiera sabían su nombre: “Civilización y Barbarie.” Sarmiento sabía que enfrente tenía el rosismo: la sociedad de instituciones coloniales basada en el triángulo cura, estanciero y juez de paz, todos entongados y viviendo -como dijo el sanjuanino- del monopolio de las rentas aduaneras y de “la vehemencia de sus toros y la fecundidad de sus vacas.”

Antes de Sarmiento se importaba trigo de Estados Unidos y el paisano no sabía qué era la harina. Así y todo, camadas de pseudohistoriadores lo juzgan sin tener en cuenta ni épocas ni contextos. Hay gente que cuando escribe hace que nuestra historia llore.

Es casi imposible pensar la Argentina moderna sin el impulso alfabetizador de Sarmiento, que fue el basamento por el cual el país en apenas unas décadas dejó de ser un rejunte de aldeas y pasó a ser una esperanza para miles de desheradados.

Tuvo sombras y oscuridades como él: inmensas e intensas, pero las asumió todas, no como sus detractores que lo que no ignoran siquiera lo sospechan. Sarmiento era humano, demasiado humano y si bien a su vanidad le habría gustado el bronce nunca eludió el barro.

“Negador del pobre pasado y del ensangrentado presente, Sarmiento es el paradójico apóstol del porvenir. Cree, como Emerson, que en el centro del hombre está su destino; cree, como Emerson, que la evidencia de que se cumplirá ese destino es la esperanza ilógica. Sustancia de las cosas que se esperan, demostración de cosas no vistas, definió San Pablo la fe… En un incompatible mundo heteróclito de provincianos, de orientales y de porteños, Sarmiento es el primer argentino, el hombre sin limitaciones locales. Sobre las pobres tierras despedazadas quiere fundar la patria. Le escribe, en 1867, a Juan Carlos Gómez: “Montevideo es una miseria, Buenos Aires una aldea, la República Argentina una estancia. Los Estados del Plata reunidos, son un casco de potencia de primer orden, un pedazo del mundo, un frente de la raza enfrenada en América, la tela para grandes cosas”, prologa Jorge Luis Borges en Recuerdos de provincia, otro de los libros escritos por el sanjuanino.

Al mas rockero de todos los políticos de la historia: “Gloria y loor, honra sin par.”