Relato de un secuestro virtual: cómo no caer en la trampa


Eran las 18.10 del viernes. El teléfono irrumpió la calma en la casa de Carmen, una jubilada de 86 años que tomaba mate junto sus dos hijos y la señora que la cuida por motivos de salud. Sonó largo y tendido hasta que la empleada descolgó el tubo. Lo que escuchó del otro lado de la línea la estremeció: una joven que lloraba, gritaba desesperada y pedía que la ayudaran porque la habían robado.

Ante la inquietud de la mujer, Antonio, uno de los hijos de Carmen, tomó el teléfono. “Escuchame papá, tenemos a tu piba. Fijate cómo juntas 20 de las verdes porque, sino, te la devolvemos en pedacitos”, fue la voz que escuchó del otro lado. Sin ningún tipo de piedad, cortaron.

Antonio no pudo reaccionar. La desesperación lo invadió al instante. Padre de tres hijos, dos mujeres y un varón, creyó escuchar en los falsos ruegos de la señora o señorita que se hacía pasar por víctima, el miedo de su hija más chica. “Es Débora”, sostuvo con seguridad. Y aunque el entorno intentó calmarlo, la imposibilidad de comunicarse al teléfono celular de la joven complicó las cosas.

Tíos, primos, abuelos, toda una familia revolucionada, convulsionada, y al borde de un ataque de nervios. Débora no atendía el teléfono y los minutos pasaban.

Antonio no estaba en su casa. Estaba en la de su madre. Se lo intentaron explicar. "No puede ser", sugirieron. "De ser real, habrían llamado a tu casa". Pero una duda punzante interrumpió ese análisis racional: "¿Y si lo es?".

Esa es la estrategia planteada por los que se hacen pasar por secuestradores. Sembrar la semilla de la duda. “Juegan con la desesperación y con el miedo. Lo importante es mantener la calma y tratar de contactarse en lo inmediato con la persona que posiblemente sea la víctima del secuestro o no”, resalta a Info Región el jefe Departamental de Almirante Brown, Adrián Brulc.

Además, aconseja “dar aviso inmediatamente a la policía”. “La gente cree que no tiene que dar aviso pero es importante para que podamos desplegar el protocolo que tenemos con el Juzgado Federal para preservar la vida de la persona en caso de que fuera real”, sostiene.

Pero el llamado se repitió y esta vez Antonio no sabe si mencionó o no el nombre de su hija, preso de los nervios. Es muy probable que sí porque, antes de cortar, la voz amenazante lo pronunció.

A esa altura, los signos cardíacos del hombre se dispararon. Por más que llamara a su hija, era inútil, no respondía. Fue a su casa a buscar dinero, del poco que tiene ahorrado. Y en el camino se dio cuenta de que había interrumpido la comunicación con los supuestos captores, por lo que llamó a la casa de Carmen para pedir que le pasaran su teléfono personal a los falsos secuestradores en caso de que estos volvieran a llamar.

“Eso es algo que nunca hay que hacer. No deben ser facilitados datos personales, ni teléfonos, ni nombres, porque esas cuestiones, sin darse cuenta, colaboran con la intención de los delincuentes y genera mayor creencia en el hecho”, señalan fuentes policiales a este medio.

Cuando al fin Débora atendió el teléfono, fue gracias a que a su hermana mayor se le ocurrió llamarla a su trabajo. Estaba sana y salva. El celular, como mal nos tienen acostumbradas las compañías telefónicas, no había tomado señal y, recién al enterarse de lo sucedido, comenzaron a llegarle las llamadas pérdidas.

El teléfono en la casa de Carmen volvió a sonar y ya no estaba Antonio para responder. Su círculo íntimo sólo atinó a decirle al descorazonado e inmoral sujeto del otro lado de la línea que no llamara más y así lo hizo.



*El relato está basado en un hecho real y los nombres son ficticios para preservar a quienes padecieron los hechos narrados.

Cintia Vespasiani