Pozo de Banfield: un lugar oscuro que comienza a iluminarse de verdad y justicia


En sus paredes aún retumban las voces y los lamentos de quienes fueron y, entre sus tétricos muros, dejaron de ser. Todavía se puede sentir el desgarro y el dolor en la pesadumbre que impregna cada uno de sus pasillos. Es que con sólo pisar el suelo descolorido y dejarse envolver por la construcción gris y ruinosa de “El Pozo” de Banfield, la angustia brota y oprime el pecho.

Aunque no se sepa más que por testigos lo que sucedió allí en los años más oscuros de la última dictadura, la sensación al cruzar la galería y alzar la vista hacia lo alto del edificio -donde permanecen intactos los calabozos que alojaron en condiciones infrahumanas a cientos de detenidos- es desoladora.

De allí su nombre, que si bien se ha atribuido a la imposibilidad de “salir” de quienes “eran chupados” y daban a parar allí, es en realidad una metáfora perfecta del lugar, oscuro y profundo, alejado de todo y oculto para todos aquellos que ni imaginaban el horror que encerraba entre sus paredes descalabradas.

El Pozo es uno de los Centros Clandestinos de Detención (CCD) del llamado Circuito Camps, que tiene la particularidad de haber comenzado a funcionar como tal durante el gobierno constitucional de Isabel Perón, previo al golpe de Estado de 1976, como dependencia de la Brigada de Investigaciones de Banfield.

En los años de plomo pasaron por ese sitio 309 personas, detenidas en condiciones extremas. Son 97 las que todavía permanecen desaparecidas y al menos 16 de ellas son mujeres que dieron a luz bajo las sombras y el espanto del lugar.

Es que, además de centro ilegal de tortura y “depósito” de detenidos, El Pozo tuvo como una de sus funciones más siniestras mantener cautivas a mujeres embarazadas para viabilizar, luego, la apropiación de cientos de bebés que eran separados de sus madres, y que hoy son buscados fervientemente por las Abuelas de Plaza de Mayo. Todavía cuatro de esos niños apropiados no han recuperado su identidad, mientras que tres de los últimos nietos recuperados nacieron en esa maternidad clandestina.

En un nuevo y triste aniversario del Golpe, del cual mañana se cumplirán 37 años, el monstruo de hormigón sigue en pie en la intersección de Siciliano y Vernet, a pocos metros de Camino Negro, gracias al reclamo de memoria. Es que en su interior todavía se conservan cientos de historias truncas, así como el ensordecedor grito de todos aquellos que sufrieron allí las más terribles atrocidades, voces que aún resuenan en un pedido desesperado y desgarrador: Nunca Más.



Lo que fue. Adriana Calvo de Laborde tenía un hijo y estaba embarazada de siete meses cuando fue secuestrada, en febrero de 1977, por hombres que se identificaron como miembros de la Policía de la provincia de Buenos Aires. Los primeros días de cautiverio permaneció en la Brigada de Investigaciones de La Plata, donde pasó a ser una NN. Luego fue trasladada, junto a otros secuestrados, al CCD de Arana y a la Comisaría 5º de La Plata, donde comenzó su trabajo de parto. Después de horas de pedir ayuda, dos guardias la subieron a un patrullero en el que, camino al Pozo de Banfield y con los ojos vendados, dio a luz a Teresa.

Ella fue una de las pocas que tuvo la “suerte” de ser liberada, aunque aún en vida (falleció el 12 de diciembre de 2010) la entonces titular de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos le contaba a Info Región las postales del horror que aún la invadían de recuerdos de aquel infierno.

“En el Pozo de Banfield uno tenía la sensación de que había descendido un escalón muy importante en la escalera hacia la muerte. Era como si hubiésemos dejado de existir, como si estuviésemos en un enorme tacho de basura donde ya ni siquiera eran necesarias las vendas o el tabique porque ni ellos (los represores) nos identificaban. Nadie te llamaba por tu nombre, nadie te asignaba un número, nadie venía a buscarte. Esa era la peor de las torturas. Era un lugar de depósito donde uno había dejado de ser”, le contaba la mujer a este medio.

En el edificio de tres pisos los calabozos se disponían en las plantas altas. En su interior, tres o cuatro detenidos por celda, las cuales estaban dispuestas en un pasillo angosto y mal oliente y sólo contaban con una pequeña ventana por la que apenas cabía la cabeza.

En cada cubículo rectangular, de apenas medio metro de ancho, una botella de lavandina cortada hacía las veces de inodoro. “Ese recipiente usado por todas las personas que estábamos ahí a veces estaba tres o cuatro días sin que pudiéramos vaciarlo”, había relatado Calvo.

Pero eso no era nada. El chirrido de las puertas metálicas y de los borceguíes avanzando en dirección a todos los que padecían en silencio el letargo de una muerte lenta, eran lo peor, así como los sonidos de la tortura, la invasión de gritos de los compañeros y, sobre todo, la desaparición de quienes ya eran “desaparecidos,” el “traslado” impiadoso sin poder decir adiós.

“Del Pozo recuerdo sonidos. Las botas subiendo las escaleras y el ruido de los borceguíes atravesando con furia los pasillos. Los golpes de la puertas, ¡eso era terrible!, esos golpes violentos a la puertas, a las rejas, los gritos de las personas, los insultos que se gritaban ellos mismos (los militares o policías), supongo que para generar terror entre nosotros, que estábamos indefensos. Había horas donde eso parecía una tumba, no se escuchaba nada, y en determinado momento explotaba, subían en tropel a golpear las cosas, abrían todas las puertas y temblábamos, pensando en qué podía pasar cuando fuera la de uno la puerta que se abriera”, había relatado a este medio Eva Orifici, que estuvo junto a su esposo, Alberto Marciano, detenida en el centro clandestino de detención y pudo salir para contarlo.



Lo que es. Las paredes de “El Pozo” hoy permanecen cruelmente intactas, algunas cubiertas de pintadas que piden justicia y otras heridas por la humedad y el abandono. Sin embargo, todas esconden huellas que no pudieron borrarse en estos 37 años, en los que el silencio inicial de a poco comenzó a romperse y a resquebrajar esas murallas que taparon tanta brutalidad.

El centro funcionó bajo la órbita de la Brigada de Investigaciones de Banfield, dependiente del Regimiento de Infantería Mecanizada 3 del Ejército, al menos hasta octubre de 1978, según testimonios de los sobrevivientes. Fue en 1999 que se asentó allí la sección “Asuntos Judiciales de Lanús”, dependiente de la Policía bonaerense.

Lo cierto es que siempre estuvo en manos de las fuerzas, algo que cambió recién en 2006, cuando tras una década de lucha por parte de organizaciones sociales y de Derechos Humanos, “El Pozo” fue recuperado y desafectado de la dependencia de la Policía Bonaerense que allí funcionaba.

“El dominio del predio fue cedido el 30 de agosto de 2006 con el decreto provincial 2204/06, que transfirió el edificio de la Brigada de Banfield bajo la órbita de la Secretaría de Derechos Humanos de la Provincia para que sea destinado a un espacio para la Memoria, Promoción y Defensa de los Derechos Humanos”, evoca en diálogo con Info Región Gonzalo Vázquez, de la Red Federal de Sitios de Memoria que coordina el Archivo Nacional de la Memoria.

A la par de esa decisión y del avance de los juicios en las causas de lesa humanidad, el Pozo se transformó en un emblema de la lucha por los Derechos Humanos en la región, siendo incluso escenario de actos sociales y punto de comunión de las organizaciones cada 24 de marzo.

“Realizamos la señalización del lugar con una debida conmemoración, pero aún no se están realizando actividades porque, si bien se planea realizar trabajos para convertirlo en un Espacio de la Memoria, éste no puede ser modificado por tratarse de prueba judicial”, advirtió Vázquez.

Es que el 19 de septiembre de 2008, en el marco de la conmemoración del 32° aniversario de “La noche de los lápices”, El Pozo fue señalizado como ex Centro Clandestino de Detención a través de la instalación de tres pilares con las palabras “Memoria, Verdad y Justicia” y placas que explican qué sucedió en el lugar durante la última dictadura.

No obstante, en la actualidad el edificio no tiene uso alguno debido a que el lugar no puede ser modificado por tratarse de una prueba fehaciente en el marco de los juicios por la Memoria.

“La custodia del lugar y el mantenimiento está a cargo nuestro, pero hasta que no se terminen los juicios por la Memoria, el lugar no se puede modificar ni utilizar. Nosotros somos la tutela”, precisó a este medio la responsable del área Sitios de Memoria de la Secretaría de Derechos Humanos, Guadalupe Rodríguez.



Lo que será.“Este es el único centro clandestino que fue cerrado por la lucha popular y donde el acta se firmó con las organizaciones que definieron el cierre”, destaca orgulloso Sergio Snicehiansky, miembro de la multisectorial “Chau Pozo”, integrada por un grupo de vecinos y organizaciones de Banfield y Lomas de Zamora, junto con organismos de derechos humanos, sindicales y estudiantiles.

Es desde esta agrupación que se luchó, no sólo para recuperar el centro, sacándolo de la órbita de las fuerzas de seguridad, sino también para que se dictara la orden judicial de no innovar que hoy pesa sobre el lugar, a fin de mantener su estado crucial como prueba que aporte a los juicios antes de transformarlo en un museo o espacio para la memoria.

“La memoria del Pozo de Banfield es una memoria integral, todo el frente del edificio, con sus vidrios rotos y sus pintadas, forma parte de la memoria histórica, por eso no debe ser alterado ni por dentro ni por fuera”, apunta Snicehiansky a Info Región y detalla: “Una vez que se termine la causa, lo que se calcula que llevará al menos dos años más, estará llegando el juicio y recién después de eso se discutirá, en un órgano tripartito, cuál es el proyecto que se va a realizar”.

Lo cierto es que la idea es emular lo realizado, a nivel nacional, con la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). “Desde Sitios de Memoria tenemos un proyecto que se va a empezar a trabajar una vez que se termine la medida judicial de desafectación. Por el momento, no se está avanzando sobre este proyecto y no se lo hará mientras no se pueda intervenir, ya que el lugar está considerado como prueba material de los juicios”, explica Rodríguez.

Mientras tanto, el espacio yace inhóspito y en silencio, como un monstruo dormido que da cuenta de la ferocidad del daño y el salvajismo con el que se devoró a cientos de víctimas, esas que ya no están pero cuyo recuerdo aún se puede ver y oír en sus paredes agónicas al grito de justicia.