Y la regiĂłn se vistiĂł de fiesta


Inquietas mascaritas infantiles, caballeros y señoras de Adrogué, Lomas de Zamora y Monte Grande hubieron colmado las calles y los salones de baile. La orquesta del Hotel La Delicia y las bandas musicales de los corsos dejaron oír el eco de sus melodiosas notas, que invadieron los ámbitos todos de ese edén del Dios Momo. Repercutieron en los oídos con la sonoridad pura de la alegría y se extendieron con una impetuosidad que, indiscreta, penetraba por los adornados umbrales de las residencias y se arremolinaba en los pliegues de los disfraces de ellos y en la vaporosidad de las faldas y los vestidos de ellas, hasta que se lanzaban impulsadas por el estruendo de las trompetas y el repiquetear de los bombos, incansables, como todos ellos, inmersos en el espíritu festivo.

Los disfraces eran protagonistas. Los desfiles, la perla que ofrecían cada uno de los distritos para festejar los tradicionales carnavales, aquellos que se vivieron en su máximo esplendor en las doradas décadas del ‘20, el ‘30 y el ‘40 y que tuvieron su último gran auge allá por los ‘60.

Los palcos permanecían atiborrados de gente sobre las calles Boedo (Lomas de Zamora), Alem (Monte Grande) y Esteban Adrogué (Almirante Brown), ante la ansiedad que generaba la inminente llegada de las carrozas, la magnificencia de los cabezudos y los osos carolina y, por supuesto, las agrupaciones: los populares “Piripiti Flauticos”, que en representación de Lomas llegaron a obtener una medalla en los concurridos corsos de la célebre Avenida de Mayo; “La Estrella del Sud”, ganadora del primer premio en los corsos de Adrogué y las espectaculares carrozas infantiles que presentaba el Club Jornada de Monte Grande.

Todos obtenían su galardón: el mejor traje de fantasía, el vehículo mejor adornado, el grupo de máscaras más originales, el corso más aplaudido y hasta el palco mejor representado, que solían ocuparse por clubes, sociedades de fomento, asociaciones de amigos o comunidades.

Pero la antesala a los corsos y los bailes no tenía nada que envidiarle a las noches de carnaval ya que los populares y masivos juegos de agua por las tardes eran una fiesta a la que nadie faltaba. Gritos y agua derramada en cada esquina de la región, adornada en los cálidos febreros y marzos con guirnaldas y serpentinas, daban la bienvenida a una fiesta de todos cuyo principal escenario eran sus propias calles.



Bailes de fantasía y murga popular en Adrogué. “Las fiestas realizadas en Adrogué para despedir a Momo alcanzaron extraordinario lucimiento”, titulaba el periódico “El Brown” del 15 de marzo de 1924. Mucho antes, el 5 de marzo de 1905, el diario “El Fiscal” daba testimonio de los elegantes bailes de fantasía en el Hotel La Delicia, los distinguidos palcos oficiales sobre Esteban Adrogué y las reconocidas familias que, desde todo el país, llegaban al distrito a celebrar las fechas carnestolendas.

En un marco de gran algarabía, pero siempre “en un ambiente culto, entusiasta y bullicioso” según resaltan los escritos de la época, se desarrollaban en este paisaje de grandes quintas, terruño de gran cantidad de veraneantes -entre ellos el escritor Jorge Luis Borges- los festejos por la llegada del Rey de la desfachatez, la burla y la locura, famoso por divertir a los dioses del Olimpo con sus críticas agudas y mímica grotesca: Momo.

En su honor, allí se llevaban a cabo dos tipos de celebraciones: las más populares con los juegos de agua y aquellas destinadas a la alta sociedad local, en el Hotel La Delicia. “Había dos tipos de carnavales en Adrogué, los del pueblo y los que eran inaccesibles y había que mirarlos desde atrás de la vidriera”, resalta Eduardo Corrado, vecino ilustre de Lomas de Zamora que, a punto de pisar sus 80 años, admite que asistía a los bailes de su querida y natal Llavallol pero que no se perdía los corsos de la primera ciudad de las diagonales.

“El carnaval más original era el de Adrogué. El corso allí era muy populoso, con la particularidad de que a la medianoche venían los Bomberos y tocaban la sirena y los que se quedaban se arriesgaban a que los mojaran con las mangueras. Además, de las terrazas y los techos de las casas tiraban baldazos de agua”, relata el vecino que, como escenógrafo, colaboró en el armado de varios carruajes.

“Los gitanos”, “Los vasquitos de Mármol”, “Las Mitas” de Long- champs, “El corso de Glew” y “La Estrella del Sud” eran algunas de las comparsas que hacían sus pasadas por Esteban Adrogué, donde se disponían los palcos oficiales, los de las familias reconocidas y también aquellos que armaban las asociaciones y clubes.

El recorrido continuaba hasta la plaza Almirante Brown “siendo entusiasta el intercambio de flores y serpentinas” y formándose extensas filas de vehículos adornados y carrozas con las reinas electas de carnaval.

Indiecitos, arlequines, borrachos, damas antiguas, paisanas, murciélagos, cupidos y los infaltables “gronchos” o “fi-fí” eran los motivos más elegidos a la hora del disfraz.

En muchos casos, hasta las calles quedaban chicas. “La calle Esteban Adrogué resultó corta, debiendo ampliarse el trayecto por el Oeste por Somellera hasta la vía del Ferrocarril del Sud y por el Este todo alrededor de la plaza Espora”, anunciaba El Fiscal en su sección “Sociales”.

La concurrencia era menor, o quizás más selecta, en los bailes de disfraz y fantasía de La Delicia, muchas veces realizados a beneficio del hospital Lucio Meléndez.

“El mismísimo Borges habla de los bailes de carnaval que se hacían en el Hotel, que tenía unos salones muy importantes. Pero ahí no entraba cualquiera, el acceso era muy costoso. La alta sociedad de Buenos Aires que venía a pasar sus vacaciones en Adrogué se alojaba en La Delicia y asistía a estos bailes que se extendían hasta la madrugada”, cuenta Corrado.



Pura fiesta en Monte Grande. A principios del siglo pasado, aún cuando Monte Grande era un pueblo formado por grandes quintas y chacras, cuya exigua población se perdía en sus calles polvorientas y borrosas, los carnavales supieron hacer de las suyas hasta llegar a tener un gran despliegue en las décadas del ‘30, el ‘40 y el ‘50.

Los festejos en la localidad nacieron en 1912 por iniciativa de uno de sus tantos veraneantes: Francisco Azcueta, que ese año organizó una caravana de coches que desfiló por las calles del pueblo“haciendo gala de alegría con serpentinas y flores en profusión”.

Al año siguiente, el primer corso nocturno se inició con un baile de gala en el salón “XX de Settembre” de la Sociedad Italiana local que, junto a la Española, adquirieron un gran protagonismo en la organización de los festejos.

“Acá los carnavales estuvieron en todo su auge entre el ‘30 y el ‘50. Se festejaban de manera maravillosa porque era una fiesta muy popular. En los corsos se tiraban flores, serpentinas, lanza perfume, papel picado y se utilizaban los pomos de éter, que en el ‘30 eran de vidrio y producían en la piel una estremecedora sensación de frío. Se hacían en la avenida Alem y después, cuando empezaron a ser masivos por la presencia de coches y carruajes, daban la vuelta por Vicente López, Dardo Rocha y la plaza Mitre, haciendo un circuito”, cuenta el historiador local Rubén Campomar Rotger.

Engalanada con guirnaldas y luces de colores, Alem –por ese entonces adoquinada- quedaba dividida en dos manos por una extensa fila de palcos de madera que eran alquilados por familias y por las decenas de instituciones que participaban del desfile, que los adornaban a su gusto.

Por ambos carriles transitaban las comparsas y carrozas y también los vehículos de los vecinos más adinerados. “Venía mucha gente con sulkys y coches adornados. Por ejemplo de la estancia Santamarina, que tenían unos breaks (carros de paseo tirados por dos caballos) hermosos, arreglados con serpentinas y flores”, relata María Teresa Pagés (81), que comenzó a participar de las celebraciones en su pueblo a sus tímidos dos años.

“A Monte Grande llegaban carrozas desde Ezeiza, Tristán Suárez y Spegazzini”, agrega Corrado.

Una particularidad de los festejos en la ciudad era el enorme despliegue de seguridad ya que, en varias ocasiones, los mismos (con motivo del tumulto) han sido escenario de crímenes por venganza y robos. “Las mascaritas sueltas mayores que usaban antifaz debían inscribirse en la comisaría, donde les abrochaban con alfiler de gancho un permiso en virtud de los edictos policiales existentes”, resalta Campomar.

La celebración se realizaba de 20 a 24 horas y, según cuentan, una vez que las dos agujas se posaban sobre el 12, comenzaban los juegos de agua. “Antes de las doce se hacía un corte de luz para avisar que en un cuarto de hora más se cerraba el corso. A partir de ahí todos los chicos y chicas jugaban al agua, especialmente en la esquina de Alem y Santamarina o Cardeza”, advierte el historiador.

Los más valientes y atrevidos se quedaban a la espera de ser mojados, mientras que otros tantos optaban por asistir a los bailes de las sociedades Española e Italiana o de los clubes Atlético Monte Grande, Social y Deportivo Esteban Echeverría y más tarde, en las décadas del ‘60 y el ‘70, del Jornada, caracterizado por los certámenes de disfraces y mascaritas infantiles. “Cuando terminaba el corso de la noche cada uno se iba a su sede social. Se traía a las mejores orquestas, como la de Feliciano Brunelli, la típica “Los zorros grises” o la de (Juan) D’Arienzo”, apunta Pagés.



Huevos y flores en Lomas. Al igual que Adrogué, Lomas de Zamora fue sede de los festejos más populares y, a la vez, de los más distinguidos de la región. Mientras que en las calles se organizaban batallas de agua en las que todo estaba permitido, hasta el arrojo de huevos llenos de agua podrida o lavandina, en los clubes o estancias a los que concurría la alta sociedad se tiraba agua de perfume, conocida como agua florida.

Las celebraciones se remontan a 1890, en el llamado pueblo de La Paz (entonces ciudad cabecera del Partido). Según apunta el historiador Norberto Candaosa, “el primer corso no contó con la autorización del intendente”. “Se realizó en la avenida Hipólito Yrigoyen, entre Loria y la plaza Grigera, y tuvo mucho éxito, por lo que el intendente debió aceptarlos”, resalta.

Más tarde el recorrido fue mutando y, según apunta su par Carlos Liotta, vecino del distrito e historiador, el mismo se extendió por la avenida Meeks, Laprida, Hipólito Yrigoyen y la vuelta a la plaza Grigera. “La plaza mayor fue el lugar donde más se jugaba con agua, ya sea con baldes o con huevos, que eran como las bombitas de antes. Se vaciaban con una jeringa y después se los llenaba con agua perfumada o, a veces, con otros aromas violentos”, indica.

Pero cada cosa tenía su tiempo. “La costumbre en los barrios era matarse a baldazos de agua durante la tarde y después prepararse para el corso de la noche, un desfile de carrozas con gente disfrazada que se tiraba, en aquel tiempo, papel picado y serpentinas que enlazaban los carruajes vistosamente”, señala Candaosa y agrega: “Después de las 12 de la noche se volvía a mojar”.

La modalidad de alerta que indicaba el cierre de los festejos era similar a la de Monte Grande. Pero aquĂ­, en vez de cortarse la luz, faltando quince minutos para las 12 se escuchaba la primera bomba de estruendo, que antecedĂ­a a la que marcaba el inicio de los juegos de agua.

Los carruajes, mascaritas y reconocidas comparsas locales como los “Piripiti fláuticos”, “Los habitantes de la Luna”, “Submarinos de Peral” y “Los cocoliches” desfilaron luego por la calle Boedo, donde más tarde comenzaron a alzarse los palcos de familia y de las asociaciones.

Por la noche Lomas también tenía sus bailes. Los había de gran clase, realizados en la Hostería Los Plátanos, el Barker Memorial Hall y el Lomas Social Club, o aquellos más populares en las sedes de los clubes locales. “Al ritmo de las emblemáticas orquestas de la época, en los clubes Los Andes, Richards Coopers, Olimpia, Temperley y Banfield los bailes tuvieron singular brillo”, cuenta Liotta.

Llavallol fue una de las ciudades lomenses que se distinguió en la materia. Basta mencionar que en las celebraciones de carnaval del Club Juventud Unida, de esa localidad, debutó en público “Sandro y Los de Fuego”. “Siempre se traía un número de artistas importantes. Se hacía durante ocho días, por eso los bailes se llamaban ‘Ocho grandes bailes, ocho’”, cuenta Corrado y menciona los festejos del Club Atlético Llavallol y los de la Sociedad Cosmopolita.

En los bailes de alta alcurnia, en tanto, se usaban los llamados perfumeros, “un cilindro de vidrio muy finito que contenía agua perfumada que salía a presión”, relata Candaosa.

Otro festejo emblemático en Lomas fue el denominado “Corso de flores”, en el que “se tiraban ramitos de flores”, cuenta. “Una de las trampitas que hacían los muchachos era regalar a la dama un ramito que estaba atado con un hilo. Cuando la chica iba a agarrarlo, venía el retroceso y la dejaban en banda”, recuerda Liotta.

Así, con huevos o tubitos de éter, a baldazos limpios o con agua florida, la región se transformaba en una fiesta con la llegada del carnaval, al que rendía culto con grandes desfiles de carrozas, mascaritas, disfraces, serpentinas, flores e inolvidables bailes de ensueño.



Cintia Vespasiani