La región se tiñó de sombras


El reloj marcaba las 3.21 de la madrugada y Ricardo Grippo permanecía despierto en su casa de Luis Guillón, como olfateando lo que, a esa altura, parecía inevitable. Cuando sintonizó la radio y lo sorprendió la marcha militar, paradójicamente el comunicado de un nuevo golpe de Estado no le causó asombro. Era algo esperado, que aun en la región también se presentía. “Como ‘Crónica de una muerte anunciada’”, compara Roberto Codegoni, que recuerda haber visto por televisión, desde su casa de Lomas, las primeras imágenes de los helicópteros rodeando la Plaza de Mayo. Pero si hay algo que ninguno de ellos vislumbró, fue la crueldad de ese período que se iniciaba un día como hoy pero hace 36 años y que tendría en vilo al país por ocho largos otoños.

Esa mañana de marzo Ricardo fue a trabajar como todos los días. No pensó que en la química Mebomar, donde cumplía extensas jornadas laborales, viviría momentos que aún hoy lo atormentan por las noches y que le traen el recuerdo de cinco compañeros que ya no están (ver abajo).

Roberto tampoco creyó, apenas escuchó al locutor salteño Juan Mentesana –ese que le ponía su voz al comunicado que lo hacía sentirse inmerso en una escena similar al libro de García Márquez- que su puesto en el Registro civil de Ingeniero Budge lo transformaría en testigo impotente de desapariciones y lo haría despertar, cada mañana, con una sensación que fue generalizada en la región: la de la persecución y la amenaza.

Es que en esta parte del Conurbano también se derramó sangre, se supo de masacres y de centros de detención que se camuflaban en el paisaje urbano, disfrazados de sedes o departamentos policiales. La sombra tiñó escuelas, fábricas, bibliotecas y cualquier institución en la que se alentaran valores que no comulgaran con las políticas dictatoriales.

Es por eso que en ellos, que padecieron el temor que impartía o incluso que no debieron modificar sus hábitos de vida pero igualmente sintieron la “atmósfera pesada”, como dice desde Turdera María Mancuso a sus lúcidos 81 años, la memoria sigue viva. Recuerdos que ensucian con una mancha negra la historia del país y que pintan un cuadro oscuro, plagado de terror, también en la región.



Mebomar y una triste lucha. El sol de la mañana se filtraba por las ventanas de su casa de Guillón. Pero Ricardo Grippo, que entonces tenía 30 años, no había podido batallarle ni una hora de sueño al insomnio. “Lo primero que pensé es que yo ya había estado preso por luchar por beneficios laborales. Ese antecedente no lo sabía nadie en la fábrica, pero se volvió un gran peso, sumado a que con los compañeros nos juntábamos fuera de Mebomar para buscar mejorar las condiciones de trabajo”, cuenta a Info Región.

Es que las circunstancias en las que se trabajaba en la planta de El Jagüel distaban de ser las mejores y la exposición diaria a sustancias tóxicas como azufre, cromo o sulfuro, motivaba la realización de asambleas por parte de los trabajadores, que sólo pedían herramientas que preservaran su salud y la reducción de la jornada de ocho a seis horas.

Pero lo cierto es que después del comunicado militar todo cambió y, según Ricardo, el clima en la fábrica comenzó a enrarecerse. “Empecé a ser catalogado de comunista, simplemente por pedir trabajar dignamente. No podías levantar la cabeza porque te la bajaban con un palo”, advierte y recuerda un hecho que marcó un antes y un después en la química.

“Fue en el ’75. Murió un compañero de montaje que estaba soldando un cono que contenía litros de sulfuro, todo porque un supervisor prendió los motores, lo que hizo que el chico se cayera adentro”, cuenta.

En repudio, en la planta se conformó una comisión interna. La integraron los hermanos Armando Ruperto “Yiyi” Torres, Dardo César “Moniche” Torres y Edgardo Buenaventura “El Chato” Torres, Oscar Augusto Sarraille Lezcano y Raúl Eduardo Manrique Vitale, que lograron la reducción de la jornada para trabajos insalubres. Pero la conquista duró poco.

“Entre octubre y diciembre del ‘76 los vinieron a buscar”, cuenta Grippo, que también recibió amenazas de las autoridades del lugar que, a esa altura, ya hacían buenas migas con las fuerzas parapoliciales. “O te vas o se pudre todo”, le dijeron. Ricardo se fue en junio, seis meses previos a que desaparecieran a sus compañeros, pero antes fue testigo de escenas que aún hoy persisten en su cabeza.

“Entraba alguien a trabajar y lo mirábamos con desconfianza porque sabíamos que había infiltrados que venían a investigar a compañeros. Por la forma de actuar nos dábamos cuenta de que no eran obreros, estaban para ver qué pasaba, qué hacíamos. Nos avisábamos porque teníamos esa sensación y nos callábamos cuando preguntaban mucho por alguien. Marcaban a la gente”, relata y le tiembla la voz cuando recuerda que su lugar de trabajo se llenaba de patrulleros: “Venían a comer asado con los jefes y el intendente, incluso los domingos”.

En una decisión a tiempo, Ricardo en junio dejó de ir a trabajar. Ya tenía su familia conformada y el temor era muy grande para seguir exponiéndose. “Si no me hubiera ido de ahí, hubiese caído con ellos”, dice y habla de los Torres, de sus amigos, esos que desde hace 36 años ya no están.



Registro intervenido. Roberto Codegoni tiene 68 años. Es presidente de la histórica Biblioteca Gutiérrez de Lomas de Zamora y aunque en las épocas de terrorismo de Estado no formaba parte de esa institución de las letras, describe en clave literaria lo que sintió cuando la marcha militar fue la antesala de las patrullas, los helicópteros y las fuerzas armadas tomando las calles del país y la región.

“El 24 de marzo lo viví como la novela ‘Crónica de una muerte anunciada’. Era algo que ya se veía venir e incluso parecía que, en ese momento, una sociedad complaciente estaba esperando el golpe”, advierte a este medio el escribano lomense, que por ese entonces tenía 32 años y era encargado del Registro Civil de Ingeniero Budge.

Lo que más lo marcó fue la desa parición de su amigo y pediatra de sus hijos Norberto Ramírez, arrebatado de su casa de Temperley. “Eso me tocó muy de cerca. También me dio mucho temor porque yo estaba en todas sus agendas”, indicó. Por esa fecha también se enteraba que de la promoción anterior a la suya en la Escuela Normal Antonio Mentruyt, de Banfield, se esfumaban unos 30 compañeros (ver “La división perdida”).

Pero el momento de mayor tensión lo vivió meses después de anunciado el golpe, cuando estando de vacaciones se enteró de la desaparición de un empleado suyo del Registro civil.

“Este chico había entregado documentos en blanco al ERP y a Montoneros. Lo descubrieron y lo fueron a buscar a la casa. Nunca más se lo vio. A mí me citaron a la comisaría de Budge y fui con mi suegro, que era coronel retirado. Me dijeron ‘con usted no es el problema porque, si hubiera sido así, no lo citábamos, lo íbamos a buscar directamente’”, recuerda.

De ahí en más, cada vez que el Registro necesitaba tramitar un DNI, debía ir a buscar la documentación a la dependencia policial. “Fue un momento muy difícil, no sabía si me habían involucrado o no y mi empleado seguía desaparecido”, cuenta.



Paradojas del destino. Cuando Héctor Franchi supo de la nueva redada militar, una obsesión se apoderó de sus días: el miedo a volver a quedar cesante en el Ferrocarril a causa de su actividad sindical en el gremio, algo que ya había vivido durante el mandato de Aramburu, en el ‘57, y en el onganíato que reinaba en el ‘67.

“Apenas me enteré sentí angustia e inquietud porque sabía que una de las víctimas iba a ser yo, ya sea de una cesantía o algún atentado, sobre todo porque en el gremio de los ferroviarios ya había secuestro de compañeros”, evoca hoy a sus 78 años, todavía desde su puesto de trabajo en los Talleres ferroviarios de Remedios de Escalada.

Tras la noticia, asegura que la incertidumbre y la desesperación lo invadieron. “Mi situación era muy angustiosa porque estaba en la categoría de los prescindibles. Sabía que en la primera de cambio iba a quedar cesante por el decreto del Poder Ejecutivo que decía que, sin especificar motivos, se podía prescindir de los servicios de un agente del Estado y yo estaba en la lista negra”, relata y advierte: “Era delegado en mi lugar de trabajo, pero nunca di motivos para la cesantía. Nunca me agarraron en una ausencia injustificada ni haciendo algo mal, pero era una de las atribuciones que tenía la gerencia del ferrocarril”.

Durante los primeros días después del anuncio, Héctor se presentó en su puesto de trabajo como si nada pasara, hasta que decidió asegurarse de que esta vez, ya con 42 años, no volvieran a dejarlo en la calle: simuló padecer una enfermedad sobre la base de un encefalograma alterado.

“Sabía muy bien que con un parte de enfermo no se podía dejar cesante a un agente estatal y lo conseguí. Lo curioso fue que simulé una enfermedad pero no por mucho tiempo porque en noviembre del ‘76 tuve un accidente en serio. Me atropelló un auto en la calle y estuve internado seis años, prácticamente durante todo el Proceso”, cuenta.

Lo singular fue que durante su recuperación, en la cual debieron amputarle una pierna, tuvo pérdida de la memoria. “Debí reconstruir el pasado porque no sabía ni quién era y tampoco me enteraba de lo que pasaba en el país. No sabía ni quién era el presidente ni qué había pasado con mis compañeros del Sindicato. Tampoco los reconocía cuando me venían a visitar al hospital ferroviario”, sostiene y, sin embargo, indica que por su internación no cayó en manos de la represión.

“Hubo una huelga de ferroviarios en el 79 y mi familia me avisó que fue la policía a mi casa a buscarme. Me fueron a buscar varias veces y zafé por estar internado, sino quizás hoy no estaría vivo”, resalta.



Persecución en las aulas. Pero no sólo la actividad sindical y los ámbitos laborales o institucionales se veían cercenados. La educación también estaba en la mira en la región, sobre todo si se trataba de establecimientos cuyos pilares éticos y morales tuviesen cierta inclinación por la igualdad y la democracia, como era el caso del Instituto Lomas de Zamora.

Según cuenta Héctor Marrese, en ese tiempo docente y miembro del consejo de administración de la cooperativa de enseñanza, aquellos años no fueron fáciles para la comunidad educativa. Falsos alumnos infiltrados en las aulas, docentes secuestrados o amedrentados y camiones del Ejército que custodiaban, de manera intimidatoria, la salida de los estudiantes conformaban un panorama triste y sombrío.

“Tuvimos de todo en el Instituto. Gente infiltrada, alumnos y ex alumnos desaparecidos por haber estado en algún movimiento de lucha y un control permanente. Sabían quiénes éramos”, relata Marrese.

Y hace referencia explícita a la participación intensa que tuvo el Instituto, allá por el ’58, en el reclamo de la educación laica o libre. “Fuimos unos de los que, con un Centro de Estudiantes muy poderoso, comandamos la lucha en la zona sur, defendiendo la enseñanza estatal y no privada, aun siendo un colegio que era cooperativo. Teníamos trayectoria en ese aspecto, pero tampoco éramos el centro de la revolución mundial, aunque alcanzaba para ser perseguidos”, apunta.

La lucha por la enseñanza igualitaria y democrática, la política de no castigar al alumnado ni aplicar el sistema de amonestaciones fueron algunos aspectos que hicieron del Instituto, un blanco de la persecución. “Fuimos investigados y perseguidos. Todo centro con actitudes democráticas, que no atosigara a los alumnos, sobre todo a aquellos de la izquierda y que, por el contrario, les diera lugar y posibilidades de expresión, estaba bajo sospecha”, advierte Marrese.

En tanto, a sus 81 años, María Mancuso, presidenta de la Asociación de Docentes Jubiladas de Lomas, recuerda con claridad la sensación opresiva que reinaba en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, también intervenida por el Gobierno militar.“En la Facultad empezamos a sentir que estábamos vigilados. Mis compañeros me pasaban papeles con mensajes de que habían desaparecido muchos de nuestros profesores”, cuenta y lamenta haber tenido que abandonar su carrera de Comunicación Social.



El miedo como factor común. Bastaba sólo estar disconforme con el orden establecido - antidemocrático, autoritario y cruel con aquellos que pensaban diferente- para transformarse de forma inminente en una de sus víctimas. El eufemístico Proceso de Reorganización Nacional también derramaría sangre por estos pagos y cubriría de un gris espeso y lacerante cada lugar en el que se luchara por un derecho.

Hoy, como cada Día de la Memoria, el relato no se acalla en boca de quienes, en diferentes ámbitos, tuvieron una sensación común: el temor instaurado en la sociedad, ese que se cobró la vida de miles y, también, la libertad de muchos, que fueron presos aún sin estarlo, prisioneros del miedo y el terror impartido desde el Estado.



Cintia Vespasiani