El asalto a las instituciones


Eran las 3.21 de la madrugada, y Argentina dormía. Sólo unos pocos permanecían despiertos, anclados en el insomnio por la sensación de que lo que hacía días se anunciaba estaba a punto de ocurrir.

De repente, las radios interrumpieron sus transmisiones de trasnoche, y la marcha militar anticipó el mensaje, que para nadie sería ya una sorpresa:

“A partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento de todas las disposiciones y directivas que emanen de la autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones”.

La voz del locutor salteño Juan Mentesana sonó inquebrantable y espesa aquella madrugada del 24 de marzo del ’76. Mientras las calles de todas las ciudades eran surcadas por las patrullas militares que llegaban a ocupar los espacios que antes pertenecían a los poderes constitucionales y a la ciudadanía, la historia abría su seno al período más oscuro de nuestra Nación: la dictadura más sangrienta y devastadora había comenzado.

¿Cómo vivió el golpe la región?, ¿qué pasó con nuestra gente?, ¿qué fue de nuestros gobiernos locales?

Nuestras calles también vieron la sangre y nuestras familias la muerte. Las fábricas fueron ocupadas y los obreros perseguidos. Las escuelas se poblaron de bancos vacíos y el silencio colmó las aulas en las que no se habló de la dictadura y sus atrocidades. El temor ya se había cobrado a toda una población de desaparecidos, algunos prisioneros en los centros clandestinos de detención y otros, afuera, prisioneros igual, pero del miedo y la parálisis que el terror les provocaba.

El golpe pegó fuerte, despiadado, feroz. Y a treinta años de ese día el recuerdo revive los primeros momentos de la violencia que dejó más de 30 mil almas con nombre pero sin cuerpo, a padres sin hijos, a hijos sin padres y a un país devastado en todos los planos en que se puede devastar una Nación.

Era la madrugada todavía cuando el entonces intendente de Almirante Brown, Julio Busteros, escuchó los golpes y las patadas en la puerta de su casa. Julio cuenta que no se asombró, que él estaba preparado para lo que vendría, porque era “un militante popular” ideológicamente enfrentado al lopezrreguismo “desde siempre”, y peronista de la tendencia combativa. Julio fue uno de los primeros habitantes de la zona en enterarse del asalto a las instituciones, aquel fatídico 24 de marzo.

“La cosa se veía venir. A mí ya me habían atacado dos veces la Triple A en el ’74 y en enero del ‘76. Ese 24 de marzo a la madrugada vinieron a mi casa las fuerzas conjuntas y sin mediar palabra me detuvieron. En ese momento lo afronté como un compañero del campo popular que trabaja de intendente, como podría haber trabajado de delegado gremial. Me sacaron de mi casa y me llevaron a la comisaría de Monte Grande, supuestamente por razones de seguridad. Allí también se torturaba y allí pasé los primeros días de la pesadilla”, relató el ex funcionario en diálogo con Info Región.

Lo cierto es que mientras Busteros era apresado otro funcionario del municipio, Martín, se aprestaba a iniciar una nueva jornada laboral que, apenas encendió la radio, comprendió que sería una de las más tristes que le tocaría vivir.

“Ese día me levanté cinco y pico y me sorprendió la marcha militar en lugar del programa que escuchaba a las mañanas. Enseguida salí para el municipio, y cuando bajé del colectivo en plaza Rosales, vi que había camiones del ejército. Las oficinas estaban tomadas, tenían fajas de clausura y en la esquina había tres o cuatro camiones rodeando la secretaría de Bienestar Social, donde todo aquel que se acercaba al lugar era palpado de armas. Entonces supimos que la historia había cambiado, que el golpe se había concretado y que en lugar de Busteros ya ordenaba un mayor de apellido Carenzo Alfaro”, rememora Martín, con angustia.

Así comenzaba una de las historias más tristes de nuestra vida política. Y los hechos se repetían en Lomas, donde los empleados de la comuna se hicieron presente en sus puestos, resignados a ponerse bajo las órdenes de los militares.

“Cuando llegamos al Palacio municipal aquella mañana todavía no estaba ocupado -relata a este medio Norberto Candaosa, ex funcionario lomense e historiador local. El personal jerárquico se reunió a primera hora en el despacho del entonces intendente, Eduardo Duhalde, y esperamos que llegaran las fuerzas armadas. Después de cuatro horas llegó un oficial de baja jerarquía, nos reunió y nos dijo que nos fuéramos. En ese momento desconocíamos la magnitud que tomaría el golpe. En realidad creo que la ciudadanía tomó conciencia de que era un golpe tan duro mucho tiempo después”.

En el mismo sentido, el ex dirigente de Lomas Carlos Rossi coincidió con Candaosa en el desconocimiento que había respecto a las magnitudes que alcanzaría el terrorismo de Estado.

“Recuerdo que el 23 una rueda de dirigentes de distintos sectores del peronismo, entre los que estaba yo, fuimos a la municipalidad, y en el salón grande, donde hoy se dan las conferencias de prensa, nos reunimos con Duhalde. Se comentaba que el descenlace sería esa semana, aunque todos teníamos informaciones distintas. Los militares habían puesto en marcha distintas operaciones de acción psicológica que fueron confundiendo al Gobierno y a los dirigentes de la democracia respecto de lo que iba ocurrir. Por eso mismo, tampoco la gente llegaba a comprender lo que iba a pasar. Tenía miedo porque lo que hoy vivimos como delito común en aquella época se vendía por los grandes medios de comunicación como delito del terrorismo, amén de que había delitos del terrorismo de Estado que también se atribuían a la supuesta subversión. El momento del golpe fue algo terrible, pero algunos estábamos más informados que otros y sabíamos que la interrupción del ciclo democrático de ningún modo podía significar ningún tipo de solución para nada”.

El ex concejal lomense Hugo Sandoval también habla del terror, y cuenta que fue uno de los que, por muy poco, se salvó del secuestro y de los tormentos que vendrían.

“El 23 a la noche participamos de la reunión con Duhalde. Ese día, hacía un año que habían matado a otros compañeros nuestros de la JP en la denominada "Masacre de Pasco". En aquel momento quienes integrábamos la juventud peronista de tendencia revolucionaria sabíamos que íbamos a tener problemas, nuestra vida no era vida, y a partir de ese momento fue terrible. Recuerdo claramente que el 24 de marzo a las cero horas atacaron la casa de mi compañero de bloque, César Dolinsky, y a las 2 los grupos parapoliciales fueron a la mía directamente para secuestrarnos, supongo. Nosotros no estábamos porque desde el año anterior, después de la masacre, habíamos decidido dejar nuestros hogares por seguridad. Desde aquel 21 de marzo del ’75 fuimos perdiendo compañeros a manos de la Triple A, y después a manos de los militares, fue algo muy doloroso, muy duro. Hoy, a treinta años de aquel momento, me veo un poco defraudado, antes nosotros teníamos un ideal y creíamos en un proyecto nacional y popular, hoy las cosas cambiaron, porque ellos cambiaron todo”.

Si bien según relataron desde Lomas, se hizo cargo de la Comuna el teniente coronel Reinaldo de Giorgi, y luego el coronel Daniel Carlos García, -tal cual sucedió en Almirante Brown- Esteban Echeverría parece haber sido el último distrito al que le tocó la barbarie.

“El entonces intendente Oscar Blanco siguió gobernando, por espacio de casi tres meses más hasta el 7 de junio, cuando recién fue reemplazado por el comodoro Juan Carlos Favergiotti”, cuenta a Info Región el historiador Rubén Campomar, y agrega: “Antes de ese tiempo ni siquiera tuvimos una guardia militar, incluso, durante el período de Favergiotti ,no hubo tanta presencia militar en el distrito, y ni siquiera hubo relevo de los funcionarios de turno, como en los otros partidos vecinos. La gente pensó que los militares se habían olvidado de Echeverría”.

Sin embargo, los militares no se olvidarían de nada ni de nadie. Ese mismo día los tanques, los hombres y los perros llegaron a las fábricas, a los gremios y a las empresas de la región donde muchas de las voces ya habían callado por temor, pero donde también tantas otras fueron silenciadas con la capucha, el paradero desconocido y el tormento.

“¿Qué recuerdo de ese día? Recuerdo que tomé contacto con la realidad cuando iba camino a mi trabajo, y ví la movilización de tanques -relata a Info Región Julio Gutiérrez, secretario general de la CTA de Lomas-. Yo iba por la avenida 12 de Octubre, en Quilmes, y veía cómo los militares comenzaban a tomar las fábricas. Después del golpe, al mediodía nos organizamos y cinco compañeros del gremio de los bancarios nos hicimos presentes en Plaza de Mayo. En cada bocacalle había tanquetas, perros y militares, pero no había pueblo. ¡No había pueblo! Éramos dirigentes sueltos, parias que íbamos de una lado al otro. Buscamos a nuestro delegado, hasta que lo encontramos. El desgraciado estaba comiendo en un restaurante de Tucumán y Reconquista tomando el mejor vino de la época, un Carcassone. Yo me indigné, y le pregunté: ¿Cómo puede ser que estés acá tranquilo cuando el pueblo..? Y el me interrumpió: - No Gutiérrez, ustedes son muy valientes, pero váyanse a sus casas porque el golpe está consumado”. Esa fue la triste realidad del movimiento obrero. Los grandes delegados no hicieron ningún esfuerzo para resistirse al final del estado de Derecho”.

Los que sí resistieron, cuenta Gutiérrez, fueron los trabajadores, que aún amedrentados por los espacios vacíos que comenzaron a sucederse en las plantas y en los escritorios, intentaban hallar la forma de mostrar su rechazo a la violencia de Estado y a la impunidad.

“Los delegados combativos del gremio bancario nos reuníamos en la casa de mi abuelo, con la intención de organizar el movimiento obrero. Asimismo, había comenzado distintas formas de resistencia, hacíamos trabajo a desgano y trabajo a tristeza, producíamos menos o no producíamos. Eran todas formas rudimentarias de lucha que empezaban a llevarse a cabo. Lo que sucedía es que desaparecían compañeros y dirigentes y el miedo paralizaba, pero no se puede decir que no hubo resistencia. Tratábamos de ver cómo se debilitaba la dictadura pero al cabo de seis meses nos dimos cuenta que eso iba para largo”, describió.

Mientras tanto, ¿qué se vivía en los colegios?, ¿cómo se explicaba lo que estaba sucediendo?.. ¿Se explicaba?

“ Yo tenía un tío a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y sabía lo que estaba pasando, quizás por eso, por mi situación personal, me parecía que nadie tomaba real conciencia de los hechos -cuenta Alejandro Martínez Cola, egresado de la promoción ‘ 77 del Nacional de Adrogué- En la escuela no se hizo ningún tipo de mención sobre lo que estaba sucediendo, eran realmente muy pocos los profesores que hablaban de lo que pasaba. Lamentablemente, al golpe se lo vivió como un feriado más y los profesores se atenían al discurso oficial. Nosotros, los alumnos, no podíamos expresar nada porque todos eran posibles delatores y sabíamos que había infiltrados. Fue una situación muy dura, muy compleja”.

En la Universidad de Lomas, quienes fueron sus autoridades hasta meses antes del proceso relatan que la tiranía y la persecución se habían anticipado al 24 de marzo.

“Yo fui rector de la Universidad de Lomas de Zamora hasta febrero del ’75, ahí fue cuando el gobierno de Isabel Perón se derechizó y sacó a Taiana, que era el ministro de Educación de confianza de Perón y lo reemplazó por Oscar Ivanisevich, que empezó una especie de “misión” por la cual persiguió a docentes y alumnos de las universidades. A mí me suplantó un interventor de apellido Vitar”, relata Julio Raffo.

Y agrega: “Creo que después del golpe en las universidades no hubo un gran cambio porque la política represiva y cerrada ya estaba aplicándose. Vitar, a los dos días de asumir hizo apresar a una gran cantidad de docentes y estudiantes, que fueron prisioneros sin causa. Para el momento del golpe, las universidades públicas ya estaban ‘depuradas’ de la ‘mala gente’ como yo y como tantos otros militantes. Cambiaron los programas, limpiaron las bibliotecas de libros... por eso digo: la dictadura había empezado antes”.

Lo cierto, lo triste, lo feroz fue que ese golpe comenzaría a cobrarse vidas que quedarían luego resumidas y minimizadas en los rostros de las pancartas que por años dieron un silencioso testimonio del horror en las marchas de Plaza de Mayo, a manos de madres y luego de abuelas que hicieron de la lucha la única salida posible para el dolor.

En la Argentina funcionaron cerca de 340 centros clandestinos de detención, en los cuales miles de hombres, mujeres, niños y ancianos fueron sometidos a todo tipo de vejámenes y torturas. Había un país que se veía, que seguía andando y que, engañado, festejó un mundial que se utilizó como artilugio para ocultar el horror y distraer las miradas, mientras que en otro, subterráneo y clandestino, las vidas robadas eran llevadas al límite del dolor, quizás en el mismo momento en que un niño nacía para ser separado de su madre, en un acto que no sólo lo despojaría de su identidad sino que le haría vivir por años una vida equivocada, ajena a su propia sangre. ¿Cómo se borran las heridas?, ¿alcanzan treinta años?

Los relatos y las historias de quienes fueron protagonistas hablan de un dolor que no permite el olvido.

Pablo Geffner (29) -vecino de Lomas- tiene en el libro de su propia historia una página en blanco, que es la que habla de su padre, Mario, ex alumno de la Escuela Normal Antonio Mentruyt.

“Nací el 22 de agosto de 1976 y a mi papá lo mataron el 5 de noviembre del ‘75 cuando, según los diarios repartía, panfletos “subversivos” en Pompeya. Él no sabía que yo estaba en camino, mi mamá de hecho, se enteró un mes después. En el proceso militar hubo afectados y hubo implicados. Yo fui un implicado desde antes de nacer, y en calidad de tal creo que la sociedad todavía no ha tomado conciencia de lo que pasó durante el proceso”, opina el joven.

Y con las palabras, fundamenta: “¿Qué sé de mi viejo? Sé poco, porque en mi familia era muy difícil hablar de él. Sé que mi mamá estuvo seis meses a su lado y todavía me habla de un amor casi idílico. A mí me cuesta mucho separar lo ideal de lo real en la imagen que tengo de mi papá. Sé de él todas aquellas cosas que no pudieron ser. Cuando lo mataron, mi abuela materna enterró un montón de libros, de escritos y de papeles que eran de él y eso para mí es curioso, es como si mi viejo estuviese enterrado ahí, con esas cosas”.

Las historias se suceden y la voces se quiebran, pero el recuerdo intenta devolverle la esencia a los nombres, que por meses se sucedieron en los recursos de hábeas corpus sin éxito para pasar luego a ser un número más en la lista que llega hasta las 30 mil víctimas de un terrorismo de Estado pocas veces visto y padecido en otras naciones del mundo.

Basta con entrar a la Escuela Normal Antonio Mentruyt y ver en el hall los 28 rostros que junto al de Mario Geffner miran desde la ausencia un presente al que no llegaron por decisión y brutalidad ajena. Caras jóvenes, sonrientes, sueños rotos.

En el trigésimo aniversario del golpe del ‘76 los alumnos y ex alumnos del colegio quisieron recordar a toda una camada robada de la ENAM, junto a las familias de los chicos, que desde distintas promociones delatan un horror que no se fijaba en edades.

“Víctor era por sobre todo una persona alegre, vital, apasionada, generosa y valiente -describe Clarisa Galúz, su hermana- Fue secuestrado una madrugada de junio de 1977, arrancado a la fuerza de nuestra casa por un grupo de tareas, cuando apenas tenía 21 años”.

Tal como Clarisa, Mónica Streger cuenta que en su caso fueron dos los hermanos que le robó la dictadura: Eduardo (promoción ‘62) y Silvia (promoción ‘70).

“Eduardo era un muchacho muy inquieto, que se comprometía con todo lo que lo rodeaba. Ya en la época del secundario manifestaba sus inquietudes, estaba in