“El tiempo no pasa”


Los diarios de esa mañana sólo traían noticias de una tragedia lejana. El tsunami que había castigado al sudeste asiático era la novedad que desde el domingo anterior rompía la habitual letanía con la que se comportan las noticias cada verano. A nivel nacional, apenas el lanzamiento de una línea interna de Felipe Solá para enfrentar al duhaldismo distraía la atención de la política. Lo demás, era rutina en el primer fin de año posterior a la salida de la depresión económica que castigó al país desde finales de los 90.

Ese jueves caluroso de diciembre nadie podía imaginar que por la noche la vida de cientos de chicos se extinguiría prematuramente. Que aquel 2005, que ya estaba al alcance de la mano y podía olerse como un durazno maduro a punto de ser desprendido del tallo, nunca iba a ser saboreado por esas 194 víctimas del infierno en que se convirtió Cromañón, dejando intacta aquella fruta que de pronto quedó lejana y distante como un sueño.

Sin embargo, el 2005 sí sería una odiosa realidad para los familiares de los muertos, que deberían soportar el injusto aprendizaje de vivir con el dolor, el miedo, y la inquietante sensación de que no hay lógica ni razón que le den orden a la vida, y que cualquier tragedia es posible. Que es posible que un hijo salga una noche a divertirse y que el reencuentro tenga la forma de un cuerpo inerme, tiznado y vacío, depositado en una morgue.

Luego, es probable que nada parezca tener sentido. Que la vida nunca vuelva a ser eso que se suponía que era, que el futuro deje de ser una noción inteligible o que el tiempo deje de transcurrir.

“Para nosotros, los papás que perdimos los chicos ahí, el tiempo no pasa, es como si hubiera ocurrido ayer. Yo sigo extrañando y llorando a mi hijo como el primer día. Para todo el mundo pasaron dos años, pero para mí no”, cuenta a Info Región Marisa Gómez (57), madre de Gustavo Marchiano (21), un prometedor estudiante de Diseño Gráfico.

Ella es una de las madres que, además de soportar el dolor, eligió el camino de preocuparse por los que quedaron vivos, “que están padeciendo horrores y son mal atendidos”, y para los cuales, contra toda presunción, “la tragedia no concluyó”. Son familias que dan cuenta de que los efectos de Cromañón continúan haciéndose sentir, que lo que ocurrió allí no forma parte del pasado de sus vidas sino del presente continuo que los condiciona y en ocasiones atormenta.

Las secuelas psicológicas, el trauma por la tragedia y los intentos de suicidio recurrentes, se suman a dolencias físicas provocadas -o con alta probabilidad de que se produzcan- como consecuencia de la inhalación de gases tóxicos producto de la quema de plásticos y goma espuma, y también a las enfermedades derivadas de la depresión, que –a dos años del incendio- cada vez afectan más a los padres y hermanos de los fallecidos.

Es que no sólo las muertes sino también las circunstancias de la tragedia han dejado marcas indelebles en la psiquis de las víctimas que lograron sobrevivir. Todos los relatos, de entonces y de hoy, recuerdan lo mismo: la desesperación, el encierro, las corridas, los gritos, la oscuridad, las puertas cerradas, las avalanchas y la asfixia. Y luego los cuerpos sin vida y la búsqueda desesperada de familiares, amores y amigos.

Incluso para quienes vieron desde afuera la escena, el recuerdo de aquella noche es imborrable.

“Era muy difícil entrar al boliche porque la puerta principal estaba trabada por una especie de muralla de personas, unas sobre otras, inconscientes o muertas. Había quejidos, gritos, llantos. Mucha desesperación. Cuando quería avanzar por allí no se veía nada, el humo era intenso y la respiración imposible. Me tironeaban de los brazos y los que estaban en el piso me agarraban de las piernas”, recordó un policía pocas horas después del accidente según las crónicas policiales de esos días.

También los bomberos, con una tolerancia a las tragedias superior a la media de los seres humano, relataron escenas propias de un film de terror: “Logramos forzar esa puerta (que estaba trabada por dentro con cadenas y candados), pero no podíamos pasar porque había una especie de bloque humano de un metro de alto por tres o cuatro de fondo. Todos amontonados, enmarañados. Es muy difícil describir ese horror. La mayoría parecía estar muerta, pero algunos podían ser reanimados, había que retirarlos. Mientras tanto, venían cientos de jóvenes que nos tironeaban, nos sacaban las máscaras, nos decían que rescatemos a un familiar, a un amigo”, relató uno de los primeros bomberos que llegó.

Si esas escenas impactaban al recién llegado, es inevitable preguntarse cómo repercutieron en la psiquis de quienes padecieron desde adentro ese encierro, esa desesperación, ese codeo con la muerte.

“Cromañón no terminó, empieza cada día. Muchos papás –cuenta Marisa-, están cayendo ahora, están enfermos, han sido operados. Nadie tiene idea del desastre que ha sido esto. Escucho a la gente que no se entera de lo que sucede, que no tiene idea del drama que estamos pasando, nosotros seguimos viviendo momentos muy difíciles. Había papás que antes estaban bien y que ahora tienen problemas hasta de cáncer, muchas alteraciones, todos estamos en recuperación y la atención no es buena”

Marisa forma parte de la ONG “Familias por la vida” que integran 60 grupos familiares de víctimas fatales, y unas 120 de sobrevivientes. Ellos aún se reúnen periódicamente a media cuadra del boliche, frente a la plaza Miserere.

En esos hogares, todos coinciden, las cosas han cambiado y –están convencidos- nunca volverán a ser igual. Es frecuente que dentro de las familias surjan problemas con los hijos que sobrevivieron, porque se sienten desplazados por el peso de la ausencia del que ya no está, e incluso con los amigos, que no entienden tanto dolor.

“La gente dice que el tiempo cura todas las heridas, pero nosotros que estamos pasando por esto sabemos que no es así, que el tiempo no cura nada, al contrario, cada día que pasa es peor y todo se agrava más”, señala Nilda Gómez (49), que perdió a su hijo, Mariano Benitez (20).

Tal vez por la necesidad de acompañar a sus hijos hasta el último minuto de su vida, o por el dolor de no haber estado allí en el momento en que ellos tanto las necesitaron, y tanto las deben haber nombrado, es frecuente que las madres intenten revivir esos trágicos minutos.

“Yo a veces siento que estoy dentro de Cromañón, si bien nunca estuve ahí, siento que nos golpeamos contra las paredes, y pienso cómo habrá estado mi hijo y los otros chicos dándose la cabeza contra la pared buscando la salida de emergencia que nunca hallaron, todos los papás seguimos golpeándonos las cabezas contra la pared para buscar una salida de emergencia para que nuestros chicos estén bien y para que no hipotequemos más la juventud”, confiesa Nilda.

Su hija, Carolina, que hoy tiene 24 años, también es una testigo de que las secuelas de Cromañón permanecen en carne viva y condicionan la vida cotidiana. A ella le tocó buscar y hallar el cuerpo de su hermano entre decenas de cadáveres depositados en las inmediaciones del boliche bailable. La tarea y la pérdida la afectaron tan profundamente que hoy sigue necesitando atención especializada.

“Dio vuelta los cadáveres de los chicos –cuenta la mamá-, les limpiaba las caritas de hollín para encontrar a su hermano, hasta que lo encontró y también al amigo. Todo ese proceso lo vivió sola, no le permitían entrar pero lo hizo igual. La escena le produjo una situación traumática de la que todavía no puede salir. Todo este drama, que lo veníamos manejando de alguna manera, hizo eclosión cuando soltaron a Omar Chabán. En ese momento hizo un pico de estrés postraumático muy fuerte que me obligó a internarla 15 días en una clínica psiquiátrica. En marzo de 2006 comenzó a dejar el tratamiento pero cuando empezó a tocar Callejeros comenzó a decaer nuevamente”.

El trastorno de estrés postraumático es una enfermedad psiquiátrica que suele aparecer luego de vivir una situación extrema de riesgo de vida propia o de terceros. “Este cuadro es una de las posibles consecuencias psicológicas que siguen a una situación traumática, incluye síntomas de ansiedad como insomnio, irritabilidad, dificultad de concentración y sensación de peligro inminente. Otro grupo sintomático tiene que ver con las memorias instrusivas, que se vinculan con el sentir un olor, ver imágenes, o cualquier sensación corporal que sea recordatoria del trauma”, explica Daniel Mosca, jefe del servicio de estrés trumático y ansiedad del hospital Alvear, donde atiende semanalmente a sobrevivientes de la tragedia.

“La mayoría de los chicos de Comañón hoy siguen oliendo el humo y cuando están en medio de una multitud sienten que los tocan aun cuando no es así, esto tiene que ver con los forcejeos del 30 de diciembre. Un tercer grupo de síntomas tiene que ver con lo evitativo, evitar personas, situaciones, lugares y circunstancias que tengan que ver con el trauma. Los chicos de Cromañón tienen dificultades para estar en lugares oscuros o donde haya mucha gente”, explicó el especialista en diálogo con Info Región.

El aniversario que se cumple hoy es, en potencia, un momento desestabilizante para los que sufrieron la tragedia en carne propia.

“Se acerca otro año y volver al 30 de diciembre es muy difícil. Cada vez que voy al santuario en mi mente comienzan a surgir imágenes de aquella noche, veo el playón de los colectivos y recuerdo que en ese lugar había chicos tirados por todos lados. Eso representa una imagen muy perturbadora”. Fabiana aquella noche, la peor de su vida, logró salir de Cromañón, pero la vida de su marido se apagó allí para siempre.

Ella recuerda que la situación “fue caótica, faltaban ambulancias, los médicos no daban abasto, no había oxígeno, la policía no entraba al lugar y eran los mismos chicos que habían logrado salir quienes volvían a entrar a rescatar a otros y muchos de ellos en el intento perdieron la vida”.

“Se acerca la fecha y eso nos pone muy mal a todos y sobretodo a los que estuvimos allí esa noche. A pesar que tratamos de seguir adelante, es inevitable caer, la mayor parte de los chicos sufrimos bajones y estamos en tratamiento psiquiátrico pero para algunos es un pesar muy difícil y han tenido que sobrellevar intentos de suicidios”, relata Pablo, que coincide en la necesidad de salir adelante sobre la base del recuerdo y la verdad.

La erradicación de hábitos, que en otra época estaban asociados al disfrute y al placer también es una secuela presente entre las víctimas de Cromañón. Algunos por ejemplo han dejado de ir a recitales o a bailar, otros directamente abandonaron la asistencia a lugares de concentración masiva de público porque el miedo frustra cualquier pretensión de goce.

También muchos sobrevivientes no pudieron volver a dormir con las luces apagadas o en habitaciones cerradas, o no lograron retomar sus actividades productivas o recreativas, especialmente las relacionadas con el deporte por insuficiencias respiratorias. Aunque tal vez entre las secuelas más duras haya que contar la imposibilidad para volver a construir vínculos afectivos o directamente la pérdida del interés por la vida.

“Una amiga mía sigue hoy con tratamiento psicológico y hasta se quiso suicidar después de lo que pasó. Igual, todos tuvimos el mismo problema. No podemos dormir”, admite Facundo Yanci, de 22 años, que aquella noche se salvó junto a cinco amigos, pero que pese al paso de los años no puede dejar atrás el recuerdo.

Gustavo Roa es un sobreviviente que tiene hoy 30 años y una curiosa coincidencia con Marisa, que lo dobla en edad y perdió un hijo que se llamaba igual, él también piensa que la tragedia de Cromañón aún no terminó, que dos años después sigue generando secuelas en sus víctimas.

Su historia, como otras miles, tuvo un punto culminante aquella madrugada en la que terminó “intoxicado y con decenas de personas muriendo alrededor y cientos que intentaban salvarse de cualquier modo”

“Todavía hoy no hemos salido adelante de todo esto –señala-, jamás voy a salir ni olvidarme un segundo de lo que pasó esa noche. Lo voy a llevar toda mi vida adentro y no me lo voy a olvidar nunca. Siempre voy a tener el miedo de salir a algún lugar y que me vaya a pasar lo mismo. El haber visto la muerte tan de cerca hace que sea imposible olvidarme o volver a tener la vida que tenía antes.

Cromañón todavía no termina y no va a terminar por muchos años”.

Una consecuencia inmediata de la tragedia sí resultó alentadora, las condiciones de habilitación de lugares cerrados para la realización de espectáculos públicos se endurecieron en la Ciudad de Buenos Aires, y en alguna medida también en los distritos del conurbano, sin embargo, a dos años del desastre es inevitable advertir cómo esas condiciones se relajaron, especialmente en la Provincia, donde simulacros de evacuaciones y controles ya son una rareza.

En tanto, muchas de las familias de las víctimas siguen adelante con su tarea de reclamar Justicia. La destitución de Aníbal Ibarra y la prisión preventiva de Chaban fueron algunos hitos que se recuerdan como victorias parciales en una lucha desigual contra el olvido y la impunidad, tan propias de la tradición nacional. Muchos creen que también el grupo Callejeros debe dar explicaciones ante la Justicia, así como aquél espectador que haya arrojado la bengala, y sienten que la red de complicidad y corrupción que permitió que el boliche funcione con el triple de la capacidad habilitada, con las salidas de emergencia clausuradas para evitar “colados” y con decoraciones de material inflamable no autorizado, no se agota en un inspector, sino que asciende en la línea de responsables administrativos y políticos.

En cualquier caso, continuar luchando con esos objetivos es lo que les permitió a muchos familiares y sobrevivientes seguir adelante pese al dolor, en una muestra de respeto a sus muertos y de inapreciable solidaridad con los vivos, que tienen derecho a no morir cualquier otra noche en una ratonera con aspecto de boliche bailable.