Tesoros ocultos en la región


Un castillo de 140 años oculto entre la vegetación, en Domselaar; una capilla que aún preserva once frescos y dos murales pintados por el mismísimo Raúl Soldi, en Glew; una esquina sin ochava que recuerda épocas de malevos y cuchilleros, en Adrogué; y hasta un árbol único que logró desviar una calle de Lomas en pos de su preservación…

En medio del progreso edilicio de las ciudades, la región conserva “perlas” del pasado que traen a la memoria a célebres personajes y dan cuenta de que, más allá del avasallamiento del asfalto y las torres, pueden vislumbrarse curiosidades de otros tiempos que rompen con la fisonomía meramente urbana.







Un castillo en la ciudad. Con sus pisos originales y sus empapelados de estilo victoriano, su fachada imponente y sus magnánimas escaleras, el castillo de Felicitas Guerrero sigue en pie en Domselaar, un pequeño pueblo de San Vicente. Cuando se deja atrás el gris y se toma el verde de la ruta 210 en esa dirección, el castillo de 24 habitaciones, enorme sótano y una bohardilla en el techo invita a los curiosos a descubrir una historia que parece de novela.

Es que “la más bella de la República”, como fue bautizada por el poeta Carlos Guido y Spano, estaba enamorada en secreto de Enrique Ocampo, hijo de una tradicional familia porteña. El amor era correspondido, pero su padre tenía otros planes para ella. Siguiendo el mandato de la época, Felicitas fue obligada a casarse contra su voluntad a los 15 años con un hombre de 60, Martín Gregorio de Álzaga, que era inmensamente rico. Lo cierto es que su amante no pudo controlar su obsesión y acabó matándola.

“Se dice que el alma de Felicitas merodea a la mansión”, apuntaron algunos vecinos a Info Región. No obstante, la sobrina nieta de Felicitas, Josefina Guerrero, actual dueña del lugar lo desmiente. “La gente dice macanas porque le encantan los fantasmas. Acá no hay nada. Yo no creo en los fantasmas”, sostiene la mujer, que vivió buena parta de su ida en el castillo.







El alma de Soldi en Glew. Más cerca de estos lares, en Glew, la que deslumbra es la Capilla Santa Ana, un tesoro que quizás no todos los vecinos de la región conozcan.

Si bien se transformó en pueblo en 1865, Glew no tuvo parroquia hasta 1905, cuando concluyó la construcción de la capilla en tierras donadas por Doña Vicenta, una popular vecina de la zona.

Cuando Soldi la vio por primera vez 48 años después (se instaló en una pequeña casa de fin de semana en la que hoy funciona el Museo –Fundación Soldi), advirtió algunas cuestiones que lo inspiraron a dejar su huella para siempre en el lugar. “Cuando él llegó hasta acá notó que coincidía el año de nacimiento de él con el de la terminación de la iglesia, en 1905. Además, también lo sorprendió encontrarse con todas las paredes en blanco”, detalla María Inés Reindl, que recibe a todos aquellos que se acercan al lugar para interiorizarse sobre su historia.

Los once frescos y dos murales con los que embelleció la Iglesia toman fragmentos de la vida de Santa Ana, madre de la Virgen María. “La obra se llama ‘La vida de Santa Ana y San Joaquín’, como si hubieran vivido acá en Glew. Comienza con la vida de ellos, sigue con el nacimiento de María y termina con la llegada de Jesús”, explica Reindl.

La belleza arquitectónica de la Iglesia, que tiene planta de basílica y una bóveda de cañón corrido en su techo, lo es aún más a partir de la llegada de este visitante que se transformó en un vecino más y en una de las figuras más recordadas en Glew.







Un Podocarpus imponente en Lomas. Cuando en mayo de 2011 se realizaron obras de asfaltado sobre la calle Linchestein, vecinos de la zona elevaron un pedido a la municipalidad para que no se podara un árbol que, tras la obra, había quedado ubicado en el medio de la calle.

“Es un ejemplar único, un Podocarpus, que es una especie de árbol africana. Por eso pedimos por su preservación y que no se lo tirara abajo”, apunta Antonio, un vecino de la zona que hoy observa orgulloso el paisaje que se da sobre esa calle, a metros de Oliden: allí el árbol sigue imponiéndose, robusto y frondoso, en un pequeño boulevard construido para resguardarlo del frío asfalto.

El árbol, que sigue en pie en el espacio en el cual germinó, hoy sigue aportando su oxígeno para paliar el smock de la ciudad, dividiendo la calle Lichestein en dos y sin generar inconvenientes en la circulación de los vehículos.







Una esquina de las pocas que quedan. El corte en ángulo de las esquinas dejó de verse desde hace mucho tiempo en las ciudades, donde las ochavas se volvieron obligatorias. Si bien varias seguían sorprendiendo a los caminantes de la región, hoy son pocas las que quedan en pie.

Una de ellas es la que se encuentra en la intersección de Cordero y Nother, en Adrogué, donde la terminación en punta lleva a recordar otros tiempos: esos de los que hablaba Jorge Luis Borges en sus relatos y milongas de malevos y cuchilleros.

Este sello distintivo de las construcciones de Buenos Aires es anterior a la época del gobernador Juan Manuel de Rosas, quien dispuso la obligación del uso del corte de ochava en las esquinas como medida de seguridad para los vecinos, debido a que ello permitía prevenir el acecho de los malevos asaltantes, que aprovechaban el ángulo recto para sorprender y atacar.