“Espero alegre la salida y no volver jamás”


Un 13 de julio de 1954 fallecía con recientes 47 años Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón.

Bajo un cielo enlutado en el barrio de Coyoacán, en el centro de la ciudad de México, con un traje de tehuana y la diestra sobre el pecho, fue introducida al fuego final al son de corridos y de La Internacional, y ante personalidades como David Siqueiros, Lázaro Cárdenas y su esposo, Diego Rivera.

Su féretro estaba cobijado con la bandera roja de la Unión Soviética, esa roja con su emblema de la hoz y el martillo.

Siqueiros permaneció frente a la boca del horno y vio cómo el fuego la envolvió: “las llamas encendieron sus cabellos, su rostro apareció como sonriente dentro de un girasol”, en una premonición apropiada para Frida, amante de los poemas de Li-Ta-Po y que hiciera del ojo alerta de la sabiduría su escudo y su señal.

Un año antes de morir se había realizado la única exposición individual de su obra en México a la que, a pesar de la prohibición médica de asistir, llegó en una ambulancia acostada en una cama de hospital que colocaron en el centro de la galería desde donde Kahlo celebró, cantó, bebió y contó chistes.

“Frida es ácida y tierna, dura como el acero y delicada y fina como el ala de una mariposa. Adorable como una bella y profunda sonrisa y cruel como la amargura de la vida”, retrató Rivera.

Al tiempo, gangrenada, fue amputada de una pierna, cayó en depresión y tuvo varios intentos de suicidio e internaciones ante lo cual pensaron enviarla a Varsovia en busca de tratamiento y alivio. Con los papeles listos para viajar, murió.

Dicen que fue de “embolia pulmonar”, pero muchos sospechan que fue un suicidio. La última anotación en su diario anuncia: “”Espero alegre la salida y no volver jamás” – Frida.”

Murió en su ‘casa azul’ de Coyoacán, en el mismo barrio en que nació un 6 de julio de 1907.: “Pintada de azul, por fuera y por dentro, -escribió Carlos Pellicier- parece alojar un poco de cielo. Es la casa típica de la tranquilidad pueblerina donde la buena mesa y el buen sueño le dan a uno la energía suficiente para vivir sin mayores sobresaltos y pacíficamente morir…”.