Francisco Laprida: la impactante vida del personaje que presta su nombre a peatonal de Lomas de Zamora


Entre la gente de Lomas de Zamora es apenas un sinónimo para referirse a “la peatonal”. Solo un conjunto de letras que remiten a esa calle céntrica que desde los albores de la ciudad comunicó la estación ferroviaria con la periferia de barro y cortaderas. Sin embargo, Francisco Laprida, que le presta su nombre, fue un personaje de una corta e intensa vida pública en la Argentina desde antes incluso que esa denominación identificara a esta región del mundo. Presidió el Congreso de Tucumán, gobernó su provincia, y militó en las filas unitarias. Sobre él escribió Sarmiento en Recuerdos de Provincia, y hasta Jorge Luis Borges conjeturó cuáles habrían sido sus reflexiones minutos antes de que cayera inerme bajo las lanzas federales, en un poema emblemático de la literatura argentina.

Francisco Narciso de Laprida había nacido el 28 de octubre de 1786 en la ciudad de San Juan de la Frontera, capital de la provincia que evoca al mismo santo, su nombre cobró notoriedad cuando, a los 30 años, le tocó presidir el Congreso de Tucumán, aquel que declaró la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, adonde fue enviado en representación de la región que gobernaba el mismísimo José de San Martín. La muerte se lo cruzó tiempo después, un 29 de setiembre de 1828, con apenas 42 años, al término de la derrota unitaria en la batalla del Pilar, en la provincia de Mendoza.

Político, hombre del derecho, gobernante, legislador, constituyente, Laprida tuvo una breve y apasionada vida en aquellos agitados años de la naciente Argentina.

Hijo de José Ventura Laprida, un comerciante español, y María Ignacia Sanchez de Loria y Moyano, una dama sanjuanina, Francisco cursó sus primeros estudios en la provincia cuyana, aunque luego sus padres lo enviaron al Real Colegio de San Carlos, que más tarde sería rebautizado como Colegio Nacional Buenos Aires. De allí, al término de sus estudios, partió rumbo a Santiago de Chile para cursar la carrera de abogacía, título con el que se graduó en enero de 1810.

De la primera junta chilena al Congreso de Tucumán

Su paso destacado por la sociedad trasandina fue reconocido con un cargo en la primera junta de gobierno chilena, en setiembre de 1810. Poco tiempo después, en 1812, de regreso en su San Juan natal, fue nombrado síndico del Cabildo. Desde ese cargo llegaría a colaborar de manera directa con el general José de San Martín, que en 1814 arribó a Cuyo como gobernador, en la creación del Ejército de Los Andes.

El rol en Tucumán

A Laprida le tocó presidir las sesiones del Congreso de Tucumán entre el 1 de julio y el 1 de agosto de 1816, justo los días en los que los diputados dispusieron y juraron la Declaración de la Independencia

El Libertador de América, se sabe, era un fuerte impulsor de la declaración de la independencia, un asunto que consideraba indispensable para iniciar su cruzada contra los realistas más allá de la cordillera, una acción que por diferentes motivos se demoraba. Finalmente, en 1816 las Provincias Unidas convocan al Congreso que sesionará en Tucumán con la misión de avanzar en la formalización del nuevo país a través de la creación de instituciones de gobierno independientes de España, y eventualmente el dictado de una Constitución nacional.

Por la provincia de San Juan fue electo diputado para ese congreso el fraile Justo Santamaría de Oro y poco después, al descubrir que por la cantidad de población le correspondían dos bancas a ese territorio, fue designado Laprida, que pese a ser uno de los últimos en llegar terminaría siendo elegido presidente del Congreso el 1 de julio, y como tal responsable de conducir el debate que culminaría en la declaración de la independencia pocos días después.

“Al fin estaba reservado a un diputado de Cuyo ser el presidente del congreso que declaró la independencia, y doy a la provincia mil parabienes por tal incidencia”, escribió el mismísimo San Martín, firme impulsor de una formal decisión de ruptura de cualquier tipo de dependencia con la metrópoli.

Casado con Micaela Sánchez de Loria y Fernández, tuvo dos hijos: Amado y Clarisa de Laprida Sánchez y Sánchez de Loria. De regreso en San Juan, le tocó la responsabilidad de reemplazar al Felipe de la Roza como gobernador interino y en 1824 fue el representante de su provincia en el Congreso general constituyente, que elaboró la Constitución unitaria de 1826, rechazada por el conjunto de las provincias, que quedó finalmente sin efecto.

Sin embargo, esos dos años de deliberaciones en Buenos Aires, algunas de las cuales también presidió, lo consolidaron como un hombre defensor de las ideas unitarias y de la presidencia de Bernardino Rivadavia, que ejerció el poder entre febrero de 1826 y junio del año siguiente.

En 1827 Laprida vuelve a San Juan, donde se integra abiertamente al bando unitario y se incorpora al Batallón del Orden. La avanzada federal luego de la caída de Rivadavia lo obliga a huir hacia el sur para escapar de la persecución del caudillo riojano Facundo Quiroga y se refugia en Mendoza junto a su familia.

La batalla del PIlar y el final

Fue luego de la Batalla del Pilar, en Mendoza, de la que participó junto a un joven e ignoto Domingo Faustino Sarmiento, que la vida de Laprida se apagó para siempre. En ese cruento cruce las tropas federales de “los aldaos”, conducidas por José Félix y su hermano Francisco Aldao, se impusieron ante las fuerzas del gobernador unitario Juan Rege Corvalán, para las cuales peleaba Sarmiento, con apenas 18 años, pero reconocido con responsabilidad de mando por saber de estrategia militar, según cuenta el propio sanjuanino en su libro Recuerdos de Provincia:

“Me escapé con mi padre a Mendoza, donde se habían sublevado contra los Aldaos, las tropas mismas que nos habían vencido en San Juan, y a poco fui nombrado con Don J. M. Echegaray Albarracín ayudante del general Albarado, quien hizo donación de mi persona al General Moyano que me cobró afición y me regaló un día, en cambio de una buena travesura, el caballo bayo overo en que Don Albín Gutiérrez había dado la batalla en que fue vencido Don José Miguel Carrera. Después he sido ayudante de línea incorporado al 2° de Coraceros del general Paz, instructor aprobado de reclutas, de lo que puede dar testimonio el coronel Chenaut, bajo cuyas órdenes serví quince días; más tarde declarado segundo director de Academia militar por mi conocimiento profundo de las maniobras y táctica de caballería, lo que se explica fácilmente por mi hábito de estudiar”.

La batalla del Pilar tuvo un resultado desastroso para los unitarios, que perdieron el control de la provincia bajo un baño de sangre que duró varios días después del combate. Ocurrió que uno de los Aldao murió de un disparo en la frente mientras parlamentaba un cese del fuego en el campamento unitario. Según los federales, un asesinato traicionero en medio de conversaciones sobre el cese del fuego. La versión unitaria dice que mientras parlamentaban los federales lanzaron un ataque sorpresa y se sintieron traicionados, por lo que mataron al interlocutor. En cualquier caso, la muerte de su hermano despertó en Aldao una furia legendaria que implicó fusilamientos y asesinatos de sus enemigos aún días después de la batalla.

La última batalla

Así relata Sarmiento en sus memorias la batalla Del PIlar, en las que también honra el recuerdo de Laprida:

“Saben todos el origen de la vergonzosa catástrofe del Pilar (…) El desorden de nuestras tropas, dispersas merced a la paz firmada, se convirtió en derrota en el momento, en despecho de esfuerzos inútiles para restablecer las posiciones. Jamás la naturaleza humana se me había presentado más indigna (…) Yo estaba aturdido, ciego de despecho; mi padre vino a sacarme del campo y tuve la crueldad de forzarlo a fugar solo. Laprida, el ilustre Laprida, el presidente del Congreso de Tucumán, vino enseguida y me amonestó, me encareció en los términos más amistosos el peligro que se acrecentaba por segundos. Infeliz, fui yo el último de los que sabían estimar y respetar su mérito, que oyó aquella voz próxima a enmudecer para siempre. Si yo lo hubiera seguido no podría deplorar ahora la pérdida del hombre que más honró a San Juan, su patria, y ante quien se inclinaban los personajes más eminentes de la República como ante uno de los padres de la Patria, como ante la personificación de aquel Congreso de Tucumán que declaró la independencia de las Provincias Unidas. A poco andar lo asesinaron. Sanjuaninos, se dice, y largos años se ignoró el fin trágico que le alcanzó aquella tarde”.
En efecto, ese es el último dato cierto sobre la suerte que corrió Laprida. Una versión indica que huyó junto a otros soldados perseguido una montonera federal y al ser capturado y reconocido, se lo sometió a una muerte truculenta. Enterrado vivo hasta el cuello, una tropilla de caballos le habría aplastado el cráneo. Otra versión habla de una caída a cuchillazos, para ser finalmente degollado. Nada más que su muerte se supo con certeza. Se cree que su cadáver, trasladado al Cabildo de Mendoza, pudo ser reconocido por el juez Gregorio Ortiz a partir de un bordado en su ropa, y su cuerpo fue almacenado en un calabozo hasta que fuera reclamado por su familia.

En una de las piezas más emblemáticas de la literatura argentina, Jorge Luis Borges imagina lo que Laprida pudo haber pensado en los últimos segundos de vida, cuando la certeza de la muerte se instala en su conciencia. En pocos versos, resume la esencia de una confrontación secular entre opuestos, entre unos y otros, que, tal vez, en el instante final, el de la verdad, descubran que no son tan diferentes.

Poema conjetural

El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 22 de setiembre de 1829 por los montoneros de Aldao, piensa antes de morir:

Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.
Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.

Jorge Luis Borges (1943)