Un recorrido para reflexionar sobre la práctica educativa


“Si la educación pudiera hacerlo todo, no habría razón para hablar acerca de sus limitaciones. Si la educación no pudiera hacer nada, tampoco tendría mucho sentido hablar de sus limitaciones.”

Paulo Freire

El sistema educativo moderno comienza a construirse junto con el Estado-Nación, por lo que la historia de la escuela es en gran parte la historia del Estado moderno y no pueden entenderse una sin la otra. En efecto, una de las preocupaciones de los padres fundadores de nuestros estados nacionales es la constitución de un sistema escolar obligatorio, que surge para garantizar su influencia sobre los incipientes miembros de las nuevas configuraciones políticas nacionales/estatales. Esto constituía el monopolio del ejercicio de una forma de violencia no física, sino simbólica. El aparato escolar y sus agentes, distribuidos gradualmente en todo el territorio nacional, están allí para producir este efecto de construcción de subjetividades.

El nuevo orden mundial que garantizaba tranquilidad y prosperidad material a una minoría en detrimento del resto de la población, naturaliza, a partir del discurso liberal que la sustenta, la opresión, la desigualdad y la explotación sin límites, bajo una nueva visión de la democracia basada en la imparcialidad y la meritocracia.

Los discursos circulan, nos recorren y atraviesan. Puede decirse que es producto del quiebre de la modernidad y el inicio de la posmodernidad, postura que sostiene la caída de los grandes ideales de progreso ordenado y racional, la ruptura de certezas, el cuestionamiento de identidades consolidadas, la crisis de todo tipo de autoridad, entre otras cuestiones. Otros dirán que estamos atravesando una época de neoliberalismo caracterizado por la competitividad y el individualismo.

Frente a este panorama, cabe preguntarse ¿qué papel puede cumplir la educación en general y los educadores en particular? La respuesta a este interrogante variará de acuerdo a nuestra manera de entender y conceptualizar la realidad, a nuestra visión de hombre y sociedad.

El lenguaje juega un papel preponderante dado que no sólo contribuye a nombrar el mundo, sino que introduce en un determinado tipo de relaciones sociales. Es decir, el lenguaje es constitutivo de la experiencia humana y contribuye a su legitimación, no puede pensarse al lenguaje aislado del poder. Todos los discursos son portadores de poder, pero determinados discursos dominan sobre otros y constituyen la base de lo que los miembros de una sociedad aceptan como verdadero o falso, legítimo o ilegítimo.

El poder no sólo produce un tipo de conocimiento que distorsiona la realidad, sino que al mismo tiempo produce una peculiar versión de la verdad. Paulo Freire entiende que el poder, (la dominación) no es simplemente algo impuesto por el Estado a través de sus instituciones. La dominación se encuentra también en la manera en la que los oprimidos incorporan su propia opresión, cooperando activamente en ella. El poder, la tecnología y la ideología se juntan para producir bienes y formas culturales que aparecen como necesidades vitales para la subsistencia. La dominación se internaliza y se experimenta subjetivamente. En este sentido, la escuela como aparato ideológico y de hegemonía por su acción masiva y sistemática durante toda la vida o durante periodos singularmente significativos para la conformación de la conciencia de los individuos, es de gran relevancia para sostener o revindicar situaciones de los individuos.

Esta forma de entender el poder nos permite salir de una concepción ingenua o de sentido común de que el poder es algo que viene de arriba, externo, mecánico y ajeno a nosotros mismos. El ser humano es partícipe de su dominación.

Las escuelas son lugares sociales, económicos y culturales inseparablemente ligados a los temas de poder y control. Las escuelas no se limitan simplemente a transmitir de manera objetiva un conjunto común de valores y conocimientos. Por el contrario, las escuelas son lugares que representan formas de conocimiento, usos lingüísticos, relaciones sociales y valores que implican selecciones y exclusiones particulares a partir de la cultura general. Un ejemplo de esto es el programa escolar, el curriculum, que no es materia de elección. El programa escolar es obligatorio para todos y se procede mediante una decisión de orden político que se traduce en una ley.

Estrechamente vinculados a la cuestión del poder están los temas de la cultura y del conocimiento. La cultura debe ser entendida como conjuntos de conocimientos y esquemas de percepción, pensamiento y acción, que no constituyen conjuntos dados, sino que son parte de procesos dinámicos y no exentos de contradicciones, de producción simbólica que caracterizan las representaciones y las prácticas de los grupos sociales.

Promover una visión de la interculturalidad que supone la interrelación entre diferentes grupos socioculturales, que afecte a la educación en todas sus dimensiones y favorezca una dinámica crítica y autocrítica, que valore la interacción y comunicación reciprocas, es un gran desafió teniendo en cuenta  que las diferencias culturales son clasificadas y evaluadas por las distintas tendencias surgidas en el campo educacional que explican las múltiples formas en la que la diversidad cultural es construida y abordada desde distintas teorías que tienden más a desvalorizaras y discriminarlas.

Vivimos en sociedades desiguales en la que existen algunos grupos con mayor o menor capacidad de hacer prevalecer sus concepciones del mundo, sus valoraciones sobre lo social, sus modos de hablar.

En este sentido, debemos tomar en cuenta que el profesional de la educación debe conocer al alumno como sujeto social. Esto es necesario en una época histórica en que la infancia, la adolescencia y la juventud se han convertido en agentes sociales con existencia social relativamente autónoma.

Los agentes escolares necesitan entender la dinámica y la estructura de las nuevas generaciones como colectivos dotados de ciertas identidades. Muchas veces, la escuela transmite un recorte particular en el cual la cultura dominante ordena selectivamente y legitima formas de lenguajes, relaciones sociales, experiencias vitales y modos de razonamiento. Poder entenderla como un espacio de contradicción y ruptura permite pensar la posibilidad de que sean escuchados arbitrarios culturales alternativos al grupo dominante.

Hoy los niños, son reconocidos como sujetos de derechos específicos relevantes, con responsabilidades y miembros de una sociedad política.

El aula es un lugar de encuentro entre dos culturas, una tradicional y otra emergente. Y el docente no puede desconocer las implicaciones pedagógicas de este encuentro, en la medida que debe convertirse en un factor catalizador del diálogo entre estos lenguajes que tienen sus propias lógicas, virtudes y potencialidades. Es importante tener presente esto, ya que el desconocimiento que se tiene de estos fenómenos emergentes es frecuente y nos encontramos con visiones excluyentes, el conflicto o la desvalorización recíproca que pueden llevar a no ser facilitadoras de la práctica pedagógica.

Para que otras voces y experiencias culturales sean escuchadas y ofrecer a los alumnos espacios para que entiendan su posición, es necesario que previamente los docentes se asuman como críticos culturales. Asimismo, deben reflexionar cotidianamente acerca de lo que ellos mismos enseñan y transmiten, sobre la forma en que deben hacerlo y sobre los objetivos generales que persiguen. En tanto pueden aprender a reconocer las formas de conocimiento como actos que en alguna medida son liberadores u opresivos, podrán enseñar y trasmitir en función de instalar en las conciencias la posibilidad de alcanzar la justicia social, cultural, de género, sexual, ética, económica.

El rol de los educadores como agentes trasformadores necesita desarrollar un discurso que conjugue el lenguaje de la crítica con el de la posibilidad. Deben hacer compatible un desciframiento crítico de la historia con una visión de futuro que no se limite a erosionar las ficciones de la sociedad actual, sino que, además, penetre en los deseos y necesidades de una nueva sociedad y de formas de relación social que estén libres de racismo, sexismo y de dominación clasista.

Es necesario contemplar a las escuelas como esferas de poder democrático donde los educadores pueden luchar tanto en contra de la opresión como a favor de la democracia. La democracia implica una lucha no sólo educativa, sino política y social. Visualizar las escuelas como esferas públicas democráticas es un argumento para defenderlas. Es en este sentido que se debe pensar en introducir en las prácticas educativas la necesidad de conseguir que sean más políticas y las políticas más educativas. Esto significaría insertar el sistema educativo directamente en la esfera pública, propiciando la universalización del acceso al conocimiento y a los productos simbólicos creados socialmente. Dentro de esta perspectiva, se tiene en cuenta que en dicho sistema educativo se juegan disputas por la imposición de significados y luchas en torno a las relaciones de poder.  De esta forma es propicio fomentar la reflexión y la acción critica en los estudiantes y reconocer al conocimiento como herramienta de lucha, de intervención y transformación social.