Cátulo Castillo: la nostalgia hecha canción


6 de agosto de 1906

En Boedo nace un niño al que pondrán en cuyo nombre se refleja la toponimia de la lírica latina: Ovidio Cátulo. Su padre, José González Castillo, un anarquista de cultura infinita debió conformarse con esa nominación poética pues el funcionario del registro civil descartó de plano el nombre deseado que no era otro que Descanso Dominical González Castillo.

Ese día, un tozudo funcionario paría, sin saberlo, un nombre que haría historia: Cátulo Castillo.

“Cuando mi padre tenía 20 años robó a mi madre y se casó con ella. La sacó de los alrededores de La Plata donde mi abuelo trabajaba en un stud como cuidador. Fue a comienzos del año 1905. Se fueron a vivir a Buenos Aires a una casita de la calle Castro 947.  Nací el 6 de agosto de 1906, a las cinco de la tarde. Caía una lluvia tremenda y hacía un frío de la madona”, narrará el poeta en 1975.

Continúa: “Mi padre corrió a la casa, me quitó de al lado de mi madre, me sacó los pañales, salió al patio, me puso debajo de la lluvia y exclamó: «¡Hijo mío, que las aguas del cielo te bendigan!» A causa de tanto lirismo y ritual anarquista, me pesqué una pulmonía que me tuvo durante tres o cuatro meses entre la vida y la muerte”

José González Castillo, era un comediógrafo y dramaturgo anarquista, integrante del Grupo Boedo, que tuvo que exiliarse en Chile junto a su crío de nombres latinos huyendo de las redadas de la policía del régimen para escapar de la represión. Regresaron en 1913 tras, además, viajar por América y África.

“Mi casa fue también reducto de payadores, desfilaron todos, y recuerdo a José Betinotti, delgado, medio rubión, con una calvicie incipiente, me daba la sensación, quizás por mi edad, que era pretencioso, se conducía ostensiblemente. A mi casa venía con sus escritos para que mi padre les diera el visto bueno o sugiriera alguna corrección”. 

“Muy pronto comencé a componer y también a escribir llevado por mi admiración por Rubén Darío. Mi padre me enseñó mucho, gracias a él tuve una formación culta. Cosa extraña: mi padre, que adoraba a sus clásicos, era un gran autor de sainetes lunfardos. Todo lo que sabía lo convertía en expresión porteña”, recordará en 1975.

Siguen los recuerdos de la infancia: “En uno de sus viajes a Buenos Aires, un día llego a casa y me lo encuentro a Rubén Darío, mi padre lo invitó a comer. Lo vi como una especie de gigante, con su larga melena algo rizada y siempre despeinada. Tenía facciones de chinote y fumaba interminables puros cuya ceniza le caía en las solapas. Era corresponsal del diario La Nación, en Europa. Mi padre compró champagne ese día y él lo batía con un cigarro que luego encendió, entonces tomaba un trago y daba una chupada al cigarro. Tenía voz grave y al hablar incluía palabras francesas.”

“Días después de la visita escribí: «Duerme y sueña la princesa/ sobre su lecho de rosas./ La cabeza de su alteza/ tranquilamente reposa». Mi padre lo leyó y dijo: «¿Lo escribiste vos? Se parece a Darío». Junto con Carriego fueron las influencias de mi niñez. A Carriego lo vi una sola vez, traía un libro. Me di cuenta que usaba cuello y puños Mey, los más baratos, de cartón, con una pechera, se disimulaba la falta de camisa. Artistas y poetas eran muy pobres”.

Entrar por la puerta grande

Estudió violín y piano, y a los diez compuso Canyengue con tantos errores de gramática musical que abjuró de él. A los 17 compuso Organito de la tarde, su primer tango de verdad. De esa época son El aguacero (Canción de la Pampa), Papel picado, El circo se va y Silbando todas en mancomunión con su padre que ponía las letras. 

Organitofue presentado en 1924 en el primer concurso de la casa Max Glücksmann para sus discos Nacional donde logró el tercer premio.“Me animo a decir que entré al mundo artístico por la puerta grande”, se ufanaba, “en ese concurso participaba lo mejorcito de esa época: (Francisco) Canaro, (Francisco) Lomuto, Juan de Dios Filiberto…” 

“Te vas a inscribir en un concurso que hay en la Casa Max Glücksmman», me dijo mi padre. Allí participaban los grandes de la época. El tema de mi tango era muy carriegano. Así me lancé a la vida profesional con la protesta de aquellos ya consagrados. La voz cantante fue la de Juan de Dios Filiberto que se presentó ante mi padre bastante exaltado: “¡Usted lo está echando a perder al mocoso ese, porque va a entrar a la competencia final conmigo. Y si me gana, sepa señor Castillo, que yo me he criado matando vigilantes”. Mi padre se paró y agrandándose le dijo: “Sepa que yo me crié matando sargentos. Les daba dos puñaladas de ventaja y los cagaba a patadas”. Así conocí a Filiberto y así fue como en el concurso me prendí con un tercer premio”, contaba de tanto en tanto.

Mientras tanto, se dedica al boxeo: a los 14 se estrenó en el ensogado donde enfrentó a Alcides Gandolfi Herrero, un poeta lunfardo. Tras 78 combates llegó a ser campeón argentino pluma y estuvo preseleccionado para los olímpicos de Ámsterdam 1924.

Dos años después, en 1926, hace el reglamentario viaje iniciático a Europa. En España integrará la orquesta Sureda y en 1928 tendrá su propio conjunto con su nombre como marca.

Así, en 1928 se reencuentra en París con Carlos Gardel a quien conocía de las comilonas en la casa de su padre y con el que había compartido esporádicas noches porteñas. A lo largo de su carrera, el Zorzal le pondrá voz grabada a ocho tangos de Cátulo, entre ellos Caminito del taller donde se exhibe su compromiso con los explotados:  “Caminito al conchabo, caminito a la muerte / bajo el fardo de ropa que llevás a coser. / Quién sabe si otro día quizás pueda verte / pobre costurerita, camino del taller”.

En esa obra cuenta el triste sino de una costurerita enferma, a la que ve pasar cada madrugada invernal rumbo al trabajo con un atadito de trapos para remendar, Costurerita será una obra nodal en la historia del tango de protesta social. A él le gustaba mentar que era un “ex vendedor de papas y carbón”, una declaración que sintetizaba su postura política.

En 1931 viajó con su padre a Madrid y París con la compañía teatral de Luis Bayón Herrera y Manuel Romero. En esos tiempos concursó y ganó una de las cátedras del Conservatorio Municipal Manuel de Falla del que fue profesor, secretario, vicedirector y director hasta 1950, cargo con el que se jubiló.

“A mi vuelta de Europa, en la década del treinta, ingresé como profesor del Conservatorio Municipal de Música, pese al desprecio de los otros profesores y del propio director Enrique Fantoni. «¡Cómo un tanguero va a dictar clases de solfeo!».”El lapso que va de los 30 a los 40, estudié mucho, desde los cantos gregorianos a los románticos alemanes”, respondió en una entrevista a La Opinión en 1975.

La poética de la nostalgia

El apogeo del tango lo encuentra se consagrado a la poesía y escribe con los compositores más destacados: con Mariano Mores hará el Patio de la Morocha, con Armando Pontier harán Anoche, Una vez junto o Osvaldo Pugliese y Tinta roja y Caserón de tejas con Sebastián Piana. Sin embargo, su gran socio en la cancha del arte será el Gordo Pichuco, Aníbal Troilo, con quien alumbrará María, La última curda, Una canción.

Su poética es afín a la gran obsesión del tango: la nostalgia doliente por lo que ya no es, por lo que fue, por lo perdido, por lo doloroso del amor y lo efímero de la vida. Una larga sucesión de despedidas y fugas del padecer amparadas por un fondo botella vacío y último como recurrente palabra que marca cierto ritmo de epitafio.

Así. en Tinta roja se amalgaman la melancolía, el barrio y la propia infancia. “¿Dónde estará mi arrabal? ¿Quién se robó mi niñez? / ¿En qué rincón, vida mía / volcás como entonces / tu clara alegría?”, se pregunta, preguntas que porfían en el vals Caserón de tejas, que añora las mismas ausencias.

En María, con esa influencia del bolero y un gran protagonismo de la voz, evoca un amor que no llegó a ser, donde el misterio por el destino releva a la perversidad y traición: “Un otoño te fuiste, tu nombre era María, y nunca supe nada de tu rumbo infeliz…”.

Ejercitó el periodismo en los diarios La Última Hora, El Nacional y en revistas como Antena, Cantando, Radiolandia, SADAIC, además de otras publicaciones de arte y cultura. También fue autor de dos libros: Buenos Aires Tiempo Gardel y Danzas Argentinas.

En soledad y junto con Troilo compuso bandas sonoras y canciones para la industria del cine, mientras que para teatro escribió Cielo de barrilete y El patio de la morocha, un sainete lírico.

También se hizo un tiempo para la actividad gremial y ejerció varias veces como secretario y presidente de SADAIC, entidad que dirigió durante 27 años. Además, en 1953 fue designado presidente de la Comisión Nacional de Cultura de la Nación.

Los 50 llegan con la parca llevándose a Enrique de los Santos Discépolo y a Homero Manzi, con Enrique Cadícamo y José María Contursi ya lejos de su cenit y con Homero y Virgilio en otras búsquedas. En ese universo de poetas con nombres de poetas, Castillo fue una suerte de primus inter pares que gobernaba la escena.

La última curda, con música de Troilo, es, tal vez, el tango cantado más trascendente de esa década, ese tango que enseña que la vida “es una herida absurda”, un coloquio tenebroso al que le pusieron voz y armonía Edmundo Rivero, Roberto Goyeneche, Horacio Salgán y el mismo Pichuco, entre otros.

Ese nombramiento firmado por el entonces presidente Juan Domingo Perón, fue la excusa que usó, en 1955, la autodenominada Revolución Libertadora para despojarlo de todos sus cargos.

“Lo teníamos todo y de pronto, en 1955, nos quedamos sin nada. Cayó Perón, llegó la Libertadora y a Cátulo lo echaron de todas partes. Ya no pudo tener cátedras, ni dirigir SADAIC, ni estar en Cultura. Ni siquiera pudo cobrar sus derechos de autor porque SADAIC, precisamente, fue intervenida. En el peor momento hasta llegaron a prohibir que se pasaran sus temas por radio. No le perdonaron nada. Para empezar que un tanguero estuviera en Cultura. Después que haya sido el primero en llevar el tango al Colón… Vendimos todo y nos recluímos. Cátulo escribía tangos, pintaba al estilo de Quinquela y sobre todo descubrió su amor por los animales. Llegamos a tener 95 perros, 19 gatos y dos corderitos: Juan y Domingo”, recuerda su esposa, Amanda Pelufo.

La dictadura fue particularmente cruel con este hijo de anarquistas y afiliado al partido Comunista, sin los cargos que había ganado, se ganó un lugar en las listas negras junto a otros tangueros como Hugo del Carril, Nelly Omar, Héctor Mauré, Anita Palmero y Chola Luna, entre otros.​

Tras la salida de la dictadura pudo volver a su actividad y se dedicó a escribir guiones radiales y volvió a su labor en la gremial de la música en SADAIC. De esos tiempos son la novela Amalio Reyes, un hombre, que Hugo del Carril hizo cine, y Prostibulario, obra acerca de la cual se cartea, en 1971, con Perón. 

“Mi viejo Catulín”

Entre los tangos de los 60 se destaca Desencuentro, un tango atroz compuesto con Troilo: “Quisiste con ternura y el amor / te devoró de atrás hasta el riñón / se rieron de tu abrazo y ahí nomás / te hundieron con rencor todo el arpón… Amargo desencuentro porque ves que es al revés / creíste en la honradez y la moral, qué estupidez. / Por eso en tu total fracaso de vivir / ni el tiro del final te va a salir” 

El otro clásico es El último café, con música de Héctor Stamponi, ese lamento agridulce donde evoca el “último café que tus labios con frío / pidieron esa vez con la voz de un suspiro. / Recuerdo tu desdén / te evoco sin razón / te escucho sin que estés. / ´Lo nuestro terminó´ / dijiste en un adiós / de azúcar y de hiel”

A todas esas pasiones, Cátulo sumaba una menos contada: el ocultismo, la magia, la astrología y la quiromancia.

En 1974, al ser nombrado Ciudadano de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. contó esta fábula: “El águila y el gusano llegaron a la cima de una montaña. El gusano se ufanaba de ello. El águila aclaró: `Vos llegaste trepando, yo volando´. ¿Pájaros o gusanos?: he aquí una pregunta clave”.

Cuando no le quedaba casi nadie con el que compartir largas sobremesas y cultivar la amistad, se dejó ir.

En la tardecita del 19 de octubre del 75, un infarto lo pasó a buscar.

“Tu muerte fue una tarde muy cálida de octubre / acaso presentiste que sucediera así / en plena primavera, y cuando el sol se viste / de luz y mariposas, y el aire de jazmín. / A vos que te gustaba profundamente serio / desentrañar las cosas, llegaste a tu confín / y esa doliente tarde entraste en el misterio / para volver en tango, mi viejo Catulín”, le escribió la infinita Eladia Blázquez. 

Así lo despide Eladia en su poema A Cátulo Castillo: “Me duele el sol, y hasta el alcohol, me pone triste. / Qué ausencia cruel, de pan y miel, cuando te fuiste. / Desde la luz de tu bondad eterna / nos sonreirás, con la piedad más tierna. / Me duele andar, y respirar, sin tí”.