Por Amaya

Abogado y diputado radical por Chubut, la Triple A y la dictadura no le perdonaron su compromiso con la ley y los perseguidos. Lo pagó con su vida.

19 de octubre de 1976

Penal de Devoto, muere un hombre de 41 años. Estaba prematuramente encanecido, desfigurado y pesaba 18 kilos menos. Estaba allí a disposición del Ejecutivo como preso de “máxima peligrosidad”, una figura penal decretada durante el gobierno de Isabel Perón. En la cárcel, lo torturaron hasta el infinito, y, un día, el Petiso Mario Abel Amaya no pudo aguantar y se murió.

La agencia estatal Télam dirá que fue “víctima de una repentina dolencia”, en un despacho que tuvo como destino un breve en las páginas interiores de algún diario sin demasiado interés en informar de la muerte de ese exdiputado nacional y defensor de presos políticos.

Pero la historia comienza antes….

El 17 de agosto de 1976 fueron secuestrados en Chubut dos abogados radicales y militantes en la defensa de los derechos humanos, de los trabajadores y de los perseguidos: Mario Abel Amaya e Hipólito Solari Yrigoyen. El perpetrador fue el general Acdel Vilas, cancerbero de la dictadura en la Patagonia.

Pese a haber sido electos como diputado y senador nacional por la UCR chubutense, Amaya y Solari Yrigoyen ya habían sido amenazados y sufrido atentados por parte de la Triple A, la creación de Perón que comandaba su secretario privado y ministro de Bienestar Social, José López Rega, que no les perdonaba patriadas como la defensa de los presos de Trelew o de Agustín Tosco.

Fue así que cuando la dictadura se encaramó al poder, ordenó al V Cuerpo del Ejército, apostado en Bahía Blanca y comandado por los generales Acdel Vilas y René Azpitarte que los silenciaran. El mayor Carlos Alberto Barbotta llevó adelante el delito, un estigma que lo persiguió a punto tal que modificó judicialmente su apellido por Barbot.

Secuestrados – Amaya en Trelew y Solari en Madryn- , fueron trasladados en avión a la base aeronaval de Bahía Blanca y de allí al centro de detención del regimiento 181 de Comunicaciones conocido como La escuelita, donde fueron torturados brutal y concienzudamente. ¿Para quién trabajaban? ¿Por qué apoyaban al Ejército Revolucionario del Pueblo? ¿Cuáles eran su lazos con la resistencia chilena que se oponía a Pinochet? ¿Por qué defendían presos políticos? Por qué…

El 31 de agosto fueron arrojados a un zanjón a la vera de la ruta nacional 3 en una suerte de parodia en la cual un grupo de tareas ilegal pasaba la posta a una patrulla militar. La puesta en escena fue promocionada a través de un desopilante comunicado que informaba que los militares tras un intenso tiroteo habían rescatado a los dos legisladores que eran trasladados en un coche del que nunca más se supo nada.

Así ‘rescatados’, el 11 de septiembre fueron trasladados a la base naval almirante Zar de Trelew y, de allí, a la cárcel de Rawson dirigida por el prefecto Osvaldo Fano

Pese a que Amaya era asmático, le quitaron el inhalador y le vedaron los medicamentos. El último encuentro entre ambos amigos y colegas fue en el baño del pabellón 8 de Rawson. “Tenía la cabeza partida, estaba morado por los golpes y hablaba con dificultad. Alcanzó a decirme: ‘estoy muy mal’”, recuerda Solari Yrigoyen.

“Te vas a morir, hijo de puta. Te vas a morir de a poquito”, le gritaban los secuestradores en cada paliza. Testigos cuentan como le quitan su inhalador y sus remedios para el asma.

‘Blanqueado’ y a disposición del Ejecutivo en Devoto fue brutalmente torturado, su asma hizo el resto y se murió a los 41.

La crueldad infinita

“Su madre, que fue autorizada a verlo, pasó frente a su cama del hospital sin reconocerlo por el estado en que se encontraba como consecuencia de los sufrimientos que se le habían infligido. Por la noche, esa dama de gran temple, le relataría entre sollozos a mi señora, en nuestro departamento en Buenos Aires, donde se alojaba en esos días, el doloroso encuentro”, relata, preciso, Solari Yrigoyen.

“Lo lamento, señora, pero la culpable ha sido usted que no supo cuidarlo ni educarlo”, le escupió un oficial a la madre que intentaba rescatar el cadáver de su hijo.

Fue Raúl Alfonsín -quien había hecho gestiones para lograr la liberación de Amaya- el último que lo vio con vida y quien recogió su cuerpo para que sea despedido por sus correligionarios y amigos. El futuro presidente insistía en que se trataba de un punto límite: Amaya era un diputado radical y la UCR debía dar un mensaje, una postura compartida por la Coordinadora que salió a presionar al presidente del partido, Ricardo Balbín, cuyos allegados se negaron alegando que regía la prohibición de efectuar actos y reuniones.

Finalmente, fue velado en el barrio porteño de Mataderos, en una sala velatoria propiedad de Liborio Pupillo, un puntero barrial de Lugano pero que no dejaba a nadie en la estacada y sabía qué era jugarse el cuero: apenas iniciada la dictadura le organizó un acto a Alfonsín, una comidad para un par de centenares de personas. Lo hizo en un club barrial y una cuadra de la comisaría.

Entre coches de civil amenzantes y en una calle oscura sólo tres coronas saludaban al ‘Petiso’: Movimiento de Renovación y Cambio; Juventud Radical y Franja Morada y un puñado de apellidos que luego adquirirían notoriedad como Cáceres, Storani y Stubrin. ninguno se olvidó del gesto de Liborio.

“Cada diez minutos entraba la policía, nos revisaba, nos pedía documentos. Estaba todo cercado, no permitían ingresar”, recuerda Virginia González Gass, por entonces joven militante radical de Trelew que estudiaba en Buenos Aires.

Entre quienes se acercaron, de repente, apareció Balbín Los jóvenes radicales no dudaron en pedirle que viaje a Trelew para hablar en el entierro. Buscaban poner algún límite a la dictadura, demostrar que la UCR no iba a tolerar torturas y muerte y establecer un paraguas para sus militantes.

“Vine por un acto de humanidad. Yo no pienso como pensaba Amaya ni siento como sentía el”, fue la lacónica respuesta del líder.

También pasaron el exsenador porteño Fernando de la Rúa, el intransigente Oscar Alende y el comunista Fernando Nadra, entre otros.

Mientras Alfonsín y el cadáver viajaban a Trelew, un puñado de militantes pegaba obleas en las estaciones de subte: “Libertad para Amaya y Solari Yrigoyen. Presos de la dictadura militar”

El entierro

En su entierro, Raúl Alfonsín dijo: “Venimos a despedir a un amigo entrañable… Un amigo valiente que no sabía de cobardías. Un amigo altruista que no conocía el egoísmo. Un hombre cabal, de extraordinaria dimensión humana, encerrada en un cuerpo de salud precaria. Pero venimos también a despedir a un distinguido correligionario, a un hombre radical, a un hombre de la democracia, que no la veía constreñida a las formalidades solamente, sino que la vitalizaba a través de la participación del pueblo para poner el acento en los aspectos integrales, en los aspectos sociales”.

“Y venimos también –agregó Alfonsín- a despedir a un hombre calumniado, infamemente calumniado, juntamente con otro correligionario que está sufriendo una cárcel que nadie se explica: Hipólito Solari Yrigoyen. Se pretende tergiversar el sentido de la lucha de estos dos extraordinarios correligionarios, cuyo único pecado es pretender solucionar los problemas de los desposeídos, cuyo único pecado es sostener con Yrigoyen la defensa del patrimonio nacional… Ruego a Dios que haga que el alma de Mario Abel Amaya descanse en paz. Ruego a Dios que permita sacarnos cuanto antes de esta pesadilla, de esta sangre, de este dolor, de esta muerte, para que se abran los cielos de nuevo; que en algún momento podamos venir todos juntos a esta tumba con aquellos recuerdos agridulces y recordar el esfuerzo del amigo y poder decirle que se realizó, que dio por fin sus frutos.”

El otro secuestrado, Hipólito Solari Yrigoyen fue expulsado del país nueve meses después y se llevo con él la patria. Desde el exilio, trabajó para exhibir el rostro espeluznante de la dictadura. Volvió en el ’83, fue senador, presidente de la convención partidaria y es -sobre todo- un maestro y un faro ético para quiénes empezamos a militar en esos años.

Los unos y los otros

La detención de Amaya no pasa desapercibida: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), advierte a Videla que “tales hechos constituyen gravísimas violaciones al Derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad e integridad de la persona”, mientras le exige una “investigación completa e imparcial” de lo ocurrido.

Clandestino, El Combatiente, periódico del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), de Mario Roberto Santucho, que había sido asesinado unos meses antes, habla del “bárbaro asesinato del demócrata doctor Amaya” y afirma: “No era un guerrillero, pero reconocía la justicia de nuestra causa, era amante de la paz pero sabía que la paz había que ganarla, ganando la guerra”, dice el periódico, conocedor del estrecho vínculo que había unido a Santucho con Amaya, y que sería motivo de duras críticas y sospechas de los sucesivos gobiernos militares.

Por su parte, La Nueva Provincia de Bahía Blanca, propiedad de la familia Masso editorializa: “Que a Amaya lo llore el marxismo” y acusa a la víctima de “aliarse con los delincuentes y asesinos” y de ser “cómplice de sus atrocidades”.

“Que Balbín se codee con Nadra y al unísono lamenten la desaparición de un abogado y propulsor de la guerrilla comunista demuestra, otra vez, la absurda pantomima de los ‘demócratas’, quienes no trepidan en llorar y abrazarse juntos a pesar de su radicalismo o su marxismo. En realidad, son todos iguales: a unos les interesan los votos, a otros la dictadura del proletariado, pero a todos, en común, les tiene sin cuidado la suerte de la Nación en guerra”, escriben los Massot en su editorial.

“De nuestra parte, no lamentamos nada. Ha muerto otro enemigo (…). En esta hora de dolor para los enemigos, pensamos en tantas víctimas ilustres de nuestras Fuerzas Armadas y nuestra civilidad, las cuales no tenían la protección de Montoneros para cubrirles las espaldas. A nosotros Amaya, su muerte, las protestas radicales, las lágrimas comunistas y demás actitudes por el estilo no nos merecen el menor respeto. Respeto merecen los héroes y no los abogados de delincuentes marxistas”, corolaba este manifiesto, un verdadero hito en la historia de las miserias de la prensa canalla durante la dictadura.