Mariquita Sánchez, de nadie


1 de noviembre de 1786

En la casa de la calle de Unquera nace María Josepha Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velasco y Trillo, más conocida en nuestra historia como Mariquita Sánchez de Thompson, hija única del granadino Cecilio Sánchez de Velasco y Otorgués, llegado a estas costas en 1771, y de la porteña Magdalena Trillo Cárdenas Rendón y Lariz, viuda en primeras nupcias de Manuel del Arco Soldevilla, un riquísimo comerciante de Buenos Aires cuya fortuna heredará la niña que acaba de nacer.

Mariquita -o Marica, para familia- aprendió a leer en su casa, junto a su padre, y recibió lecciones privadas de los mejores maestros de su época, quienes no sólo le enseñaron a leer y a escribir, sino que la instruyeron en cultura general, artes, idiomas y buenos modales gracias a lo cual llegó a poseer un refinamiento que superaba lo habitual para las mujeres de la época. “Era la personalidad más importante de la sociedad de Buenos Aires, sin la cual es imposible explicar el desarrollo de su cultura y buen gusto”, destacaba Juan Bautista Alberdi, aunque este esmero educativo no evitó que en Recuerdos del Buenos Aires virreynal, una suerte de historia en primera persona que Mariquita escribió a pedido de su amigo, Santiago Estrada, critique la nula educación que se brindaba a las niñas y se lamente de las “tres cadenas que sujetaron este gran continente a su Metrópoli: el Terror, la Ignorancia y la Religión Católica; que de padres a hijos se transmitió con pavor”

No llegaba a los 15, cuando sus padres comienzan los arreglos necesarios para maridarla con el acaudalado Diego del Arco, el candidato de la familia, un cincuentenario capitán español, noble y viudo, del que creemos que llegó a estas tierras en 1777, acompañando a Pedro de Cevallos en la expedición que recuperó la Colonia del Sacramento de manos portuguesas y conquistó la isla de Santa Catarina. Hay quienes sostienen que era primo de Mariquita al sostener que era hijo de Francisco Javier o Lorenzo, los hermanos de don Manuel, el primer esposo de Magdalena, y que vivían en España. 

Si bien hay testimonios que afirman que el padre de don Diego no lo tenía en estima por calavera y mujeriego. parece ser que 1801 había conquistado la sensatez necesaria para que los Sánchez pusieran a su cuidado la fortuna familiar.

El problema se presentó en forma de un alférez de la Marina Real llegado hacía poco de España y al que la joven había comenzado a dar conversación. Ése navegante era un porteño con quien emparentaba en grado de primo segundo y que se llamaba Martín Jacobo Thompson, nueve años mayor que ella y dispuesto a todo para desposarla.

Rubio y de ojos azules, con su uniforme que disimulaba una sonrisa melancólica y una romántica timidez. Martín sería un adelanto del galán del Romanticismo: sensible, joven, y reflexivo. En una palabra: irresistible para la perla de Buenos Ayres.

Nacido en 1777, era el único hijo del matrimonio entre William Paul Thompson, un comerciante londinense llegado desde Cádiz con su fe de bautismo como católico, y Tiburcia López Escribano, quien sería su segunda esposa. Martín tenía diez años cuando su padre murió y su madre, en virtud de una promesa entre los cónyuges que establecía que en caso de morir uno de ellos, el sobreviviente tomaría los hábitos, decidió internarse en estricta clausura en el convento de las hermanas capuchinas de Buenos Aires, de la Iglesia de San Juan, bajo la nueva identidad de Sor María Manuela de Jesús con la que accedió al reino de los cielos en 1815.

Una historia de amor más allá de la muerte entre un converso con necesidad de demostrar fervor religioso, lleno de celos ante la juventud de una mujer que seguramente lo sobreviviría, y la total indiferencia por el futuro de un niño sobre cuyo destino nadie tomó previsión alguna. 

Con apenas diez años, Martín parecía condenado al orfanato hasta que Martín José de Altolaguirre apareció para tutelarlo. Funcionario retirado y con intereses en chacras, Altolaguirre lo anotó en el Real Colegio de San Carlos y en 1796, facilitó su alistamiento a la Real Armada a pesar que no cumplía los requisitos de edad ni de “limpieza de sangre” pues al ser hijo de luterano estaba encuadrado en una “raza que cause infamia en los nacimientos”.

Logrados los despachos de guardiamarina, regresó a Buenos Aires en 1801 para servir en la división de cañoneras del puerto y en esa época comienza a frecuentar a Mariquita en la certeza de que al compartir bisabuelos -Francisco de Cárdenas y Catalina Rendón y Lariz- los padres de la dama auspiciarían la relación. Error: el ya no tan joven marino recibió como respuesta la prohibición de acercarse a su prima para no alentar sus “caprichos juveniles”. 

Y tras la prohibición, la rebelión. Los jóvenes no dejaron recurso sin usar para poder encontrarse en secreto, a veces con la colaboración de la servidumbre de don Cecilio, otras saltando tapias o bien apelando a disfraces y simulando Martín ser un aguatero.

La cosa fue que los amantes se comprometieron en secreto, pero algún infiel se lo contó al padre de ella quien no sólo no tuvo en cuenta el amor de los novios sino que decidió confinar a su hija en la quinta de San Isidro, a casi un día de Buenos Aires en esos tiempos.

La distancia no alcanzó: el marino no sólo insistía en verla, sino que lo lograba disfrazado de horticultor, mendigo, paisano, gaucho o pescador. Harto de la situación, don Cecilio movió influencias y logró que el virrey Joaquíno del Pino Sánchez de Rojas Romero y Negrete firmara el traslado del enamorado a la estación naval de Montevideo con la esperanza que la distancia enfríe la pasión y prime la racionalidad. 

Amparado en la Real Pragmática sobre Hijos de Familia, vigente desde 1778 que permitía a los hijos de “blancos” menores de 25 años casarse únicamente con el consentimiento de sus padres o tutores, los Sánchez decidieron concretar la boda y se pusieron manos a la obra programando la ceremonia y pactando los vitales detalles patrimoniales. “Seré suya o de nadie”, escribe Marica a  su marino quien, entonces, decide jugarse el resto y le advierte al virrey del Pino que su amada sería obligada a ser perjura pues estaba comprometida con él, por lo cual le solicitó que interceda para evitar el inminente delito, misión a la que el representante de Carlos IV en el Plata accedió. 

Fue así que el día mismo de la ceremonia de compromiso, llegaron los emisarios reales a los que la niña llorosa recibió con la escandalosa revelación: “Yo no puedo casarme; pues estoy prometida a otro hombre”, asombro en los invitados e indignación en el vetusto novio que se retiró indignado y humillado para nunca más volver.

En medio del escándalo, el padre llevó a su niña para internarla en la Casa de Ejercicios Espirituales, infierno reservado a damas díscolas, hijas descarriadas y esposas infieles, al tiempo que traficó influencias y favores para lograr el traslado del novio pertinaz al puerto español de Cádiz. Listas sus maldades, don Cecilio pudo, al fin, morirse del disgusto provocado por su unigénita quien jamás manifestó señal alguna de arrepentimiento.

En este caso, tampoco la muerte del perro significó la muerte de la rabia. Quedaba otro hueso duro de roer: doña Magdalena, la madre, viuda por segunda vez, y tan terca como el padre, o la hija. Al cumplir 18, la joven decidió apelar al nuevo virrey, el sevillano marqués Rafael de Sobremonte y Núñez, para que la autorizara a casarse con su primo Martín mediante la realización de un “juicio de disenso”, un antiguo instituto del derecho español diseñado para que la corona salde en este tipo de disputas familiares.

“Me es imposible convenir gustosa en que se case contigo pues basta que su padre, que tanto juicio tenía y tanto la amaba como hija única, lo haya rehusado en vida, y además de eso, siendo Thompson pariente bastante inmediato, sin las calidades que se requieren para la dirección y gobierno de mi casa de comercio por no habérsele dado esta enseñanza y oponerse a su profesión militar, conozco que no pueden resultar de este enlace las consecuencias que deben ser inseparables en un matrimonio cristiano, para que entre padres e hijos haya la buena armonía que debe consultarse principalmente para evitar el escándalo y la ruina de las familias que tanto se oponen a los santos fines del matrimonio”, argumentaba, mercantil, la madre.  

En una carta que su prometido -ya de regreso en Buenos Aires-  hizo llegar al virrey, la joven escribió: “Excelentísimo Señor: Ya llegado el caso de haber apurado todos los medios de dulzura que el amor y la moderación me han sugerido por espacio de tres largos años para que mi madre, cuando no su aprobación, cuanto menos su consentimiento me concediese para la realización de mis honestos como justos deseos; pero todos han sido infructuosos, pues cada día está más inflexible. Así me es preciso defender mis derechos: o Vuestra Excelencia mándeme llamar a su presencia, pero sin ser acompañada de la de mi madre, para dar mi última resolución, o siendo ésta la de casarme con mi primo, porque mi amor, mi salvación y mi reputación así lo desean y exigen, me mandará Vuestra Excelencia depositar por un sujeto de carácter para que quede en más libertad y mi primo pueda dar todos los pasos competentes para el efecto. Nuestra causa es demasiado justa, según comprendo, para que Vuestra Excelencia nos dispense justicia, protección y favor. (…) Prevengo a V.E. que a ningún papel mío que no vaya por manos de mi primo dé V.E. asenso ni crédito, porque quién sabe lo que me pueden hacer que haga. Por ser ésta mi voluntad, la firmo en Buenos Aires, a 10 de julio de 1804”.

El trámite fue saldado el 20 de julio de 1804, al dar el virrey Sobremonte su permiso para la boda contra la voluntad de los padres.

“El padre arreglaba todo a su voluntad. Se lo decía a su mujer y a la novia tres o cuatro días antes de hacer el casamiento; esto era muy general. Hablar de corazón a estas gentes era farsa del diablo; el casamiento era un sacramento y cosas mundanas no tenían que ver en esto, ¡ah, jóvenes del día!, si pudieras saber los tormentos de aquella juventud, ¡cómo sabrías apreciar la dicha que gozáis! Las pobres hijas no se habrían atrevido a hacer la menor observación; era preciso obedecer. Los padres creían que ellos sabían mejor lo que convenía a sus hijas y era perder tiempo hacerles variar de opinión. Se casaba una niña hermosa con un hombre que ni era lindo ni elegante ni fino y además que podía ser su padre, pero hombre de juicio, era lo preciso. De aquí venía que muchas jóvenes preferían hacerse religiosas que casarse contra su gusto con hombres que les inspiraban aversión más bien que amor. ¡Amor!, palabra escandalosa en una joven el amor se perseguía, el amor era mirado como depravación”, recordará la patricia. 

Esta inusual experiencia le servirá para comprender cómo funciona el régimen colonial y hacer de sus propias experiencias un ejemplo que trascienda el ámbito de los códigos familiares para servir como un sendero de cambio hacia formas de vida más liberales.

En tan sólo diez días, el 20 de julio de ese año, Sobremonte concedió a los novios el primer permiso de este tipo en el Plata y por el cual contrajeron nupcias el 29 de ese mes en la iglesia de la Merced en una ceremonia oficiada por fray Cayetano Rodríguez, futuro protagonista de la política porteña, autor de una propuesta de himno que no llegó a prosperar, y redactor de la declaración de la independencia de las Provincias Unidas.

Recordaría, años después, Mariquita, sobre los matrimonios concertados: “El padre arreglaba todo a su voluntad. Se lo decía a su mujer y a la novia tres o cuatro días antes de hacer el casamiento; esto era muy general. Hablar de corazón a estas gentes era farsa del diablo; el casamiento era un sacramento y cosas mundanas no tenían que ver en esto, ¡ah, jóvenes del día!, si pudieras saber los tormentos de aquella juventud, ¡cómo sabrías apreciar la dicha que gozáis! Las pobres hijas no se habrían atrevido a hacer la menor observación; era preciso obedecer. Los padres creían que ellos sabían mejor lo que convenía a sus hijas y era perder tiempo hacerles variar de opinión. Se casaba una niña hermosa con un hombre que ni era lindo ni elegante ni fino y además que podía ser su padre, pero hombre de juicio, era lo preciso. De aquí venía que muchas jóvenes preferían hacerse religiosas que casarse contra su gusto con hombres que les inspiraban aversión más bien que amor. ¡Amor!, palabra escandalosa en una joven, el amor se perseguía, el amor era mirado como depravación”.

Invasiones y después…

Junio de 1806, Teatro de la Ranchería, el virrey Sobremonte asiste a la presentación de la obra del dramaturgo asturiano Leandro Fernández de Moratín, El sí de las niñas, una pieza que fue sensación en Madrid y a la que sólo la Cuaresma pudo bajar del cartel tras 26 dias en cartel que congregaron a casi 40 mil espectadores, para tras la restauración ser prohibida por la Inquisición durante dos décadas.  

Alguien se acerca al virrey y le susurra que los ingleses. al mando de sir Home Popham y William Carr Beresford, han desembarcado en Quilmes. Sobremonte deja la presentación, evalúa la situación y marcha con los caudales a hacerse fuerte en Córdoba. Es un militar avezado y prudente. No el cobarde del que habla el mito. 

Pero en esa escena hay otro mito que involucra a nuestra protagonista. El hecho de que Moratín se inspiró en su historia para escribir la obra. Falso, El sí de las niñas, estaba escrito en 1801, fue publicada en 1805 y estrenada en Madrid en enero de 1806. Se habla del parecido del triángulo de protagonistas con el de nuestra historia cuando lo que hay es una evidente necesidad dramática de antagonismos: joven, galante y digno, contra anciano, desagradable y misérrimo.

Designado, en 1806, como capitán de puerto, Martín se luce en la reconquista, donde es herido, y en el río donde captura a varios bergantines británicos.

Por su parte, y pese a poner todo por la reconquista, Mariquita dejará nota por su fascinación por los uniformes, elegancia y disciplina británicos: “Es preciso confesar que nuestra gente del campo no es linda, es fuerte y robusta, pero negra. Las cabezas como un redondel, sucios; unos con chaqueta, otros sin ellas; unos sombreritos chiquitos encima de un pañuelo atado en la cabeza. Cada uno de un color, unos amarillos; otros, punzó; todos rotos, en caballos sucios, mal cuidados; todo lo más miserable y más feo. Las armas sucias, imposible dar ahora una idea de estas tropas. Al ver aquel día tremendo, dije a una persona de mi intimidad : si no se asustan los ingleses de ver esto, no hay esperanza.”

Tras la reconquista de Buenos Aires, el cabildo porteño decide remover a Sobremonte y promover al marino francés y héroe de la jornada: Santiago de Liniers y Bremond. Mariquita será de las pocas que defiendan al marqués y será una enemiga tenaz del futuro conde de Buenos Aires al que azotará especialmente tras la caída de Montevideo.

Son tiempos fértiles para las preñeces y llegada de críos: en 1807 nacerá Clementina. La que seguirán Juan en 1809, Magdalena en 1811, Florencia en 1812 y Albina en 1815. 

Los Thompson integraron el grupo liderado por Nicolás Rodríguez Peña y Juan José Castelli, y Martín, como miembro del cabildo abierto apoyó a la junta de Mayo que por medio de un decreto del 30 de junio de 1810, redactado de puño y letra por el secretario de Gobierno y Guerra de la Junta, Mariano Moreno, nombraba al coronel Martín Thompson al frente de la Capitanía de Puertos de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

El salón de la fama

Liberada de la autoridad familiar y con sólidos antecedentes patrióticos, la historia de Mariquita estuvo enhebrada indisolublemente a la porteña; desde las invasiones inglesas hasta la presidencia de Sarmiento tuvo en sus salones, cartas y confidencias. El salón del matrimonio era uno de los más notables y donde primero se podía acceder a las novedades del viejo continente en materia de literatura, porcelana o moda, pero, también, comenzaban a reverberar palabras como república, libertad, Napoleón, junta..…  Figura principal en sus tertulias, la anfitriona incide de modo discreto pero decisivo en las conjuras y redes de la política porteña. Una intervención privada que impactará en las decisiones públicas si tenemos en cuenta que entre los contertulios se contaban nombres como Juan Martín de Pueyrredón, Nicolás Rodríguez Peña, Bernardo de Monteagudo, y Carlos María de Alvear, especialistas en tejer alianzas, conformar conciliábulos y parir asociaciones públicas, como la Sociedad Patriótica o secretas, como la Logia Lautaro.

Jacobo Thompson

Participar de esas tertulias era una suerte de certificado de importancia social, así como una obligación para todo viajero que se considerase de cierta importancia debía visitar esa casa “con cinco peldaños de mármol a la entrada y tres ventanas de rejas, estaba adornada con muebles de caoba, arañas de plata, cortinas de brocado amarillo, porcelanas, relojes mecánicos, un clavicordio, un arpa, un laúd, sahumerios y espejos venecianos; en el patio, azahares, un precioso aljibe y numerosos esclavos que servían el chocolate”, tal como describe Vicente Fidel López.

Su esposo será partidario de Moreno e integrará la logia junto a José de San Martín y Carlos de Alvear. Mientras tanto, Marica hace política entre las damas mientras preparan las cucardas que lucirán los ejércitos de José Gervasio de Artigas en la Banda Oriental y de Manuel Belgrano, en el Alto Perú.

Mariquita es una patricia militante. Ella, como dama, no hace historia, la sugiere. En sus tertulias, mientras ella toca el piano, el arpa o el clave se tienden hilos y se generan climas. En la jabonería de Hipólito Vieytes o en la casa de Nicolás Rodríguez Peña, esas intuiciones y medias palabras se vuelven acción. 

Independentista plena, en 1812 promovió una suscripción impulsada por el Triunvirato para pagar armas compradas en Estados Unidos, para lo cual reunió a un grupo de damas relacionadas con la Sociedad Patriótica dirigida por Monteagudo con quienes publicaron el La Gazeta,un llamamiento en el que manifestaban que las mujeres, “destinadas por la naturaleza y por las leyes a vivir una vida retraída y sedentaria, no pueden desplegar su patriotismo con el esplendor de los héroes de los campos de batalla… En la búsqueda de sus anhelos, han encontrado el recurso que siendo análogo a su constitución, desahoga de algún modo su patriotismo. Las suscriptoras tienen el honor de presentar a V.E. la suma […] que destinan al pago de fusiles que ayudarán al Estado en la erogación que hará por armamento que acaba de arribar felizmente. Ellas sustraen generosamente las pequeñas, pero sensibles necesidades de su sexo, para consagrarles un objeto, el más grande que la patria conoce en las actuales circunstancias. …‘Yo armé el brazo de ese valiente que aseguró su gloria y nuestra libertad’… suplican las suscriptoras a V.E., se sirva mandar grabar sus nombres en los fusiles que costean…” 

El grito sagrado

La imagen es canónica. Blas Parera al piano, a su lado a Mariquita en el arpa y, de pie, cantando, la núbil Remedios de Escalada que no deja de mirar a un maduro coronel llegado de España llamado José de San Martín quien la observa desde el extremo opuesto del salón. Vicente López yPlanes, Bernardo de Monteagudo, Esteban de Luca, Cayetano Rodríguez, José María de Alvear, Juan Martín de Pueyrredón, entre otros, completan la escena inmortalizada por el pintor chileno Pedro Subercasseaux exhibida en el Museo Nacional de Bellas Artes y que anualmente nos regalaban Billiken y Anteojito.

Sin embargo, no hay evidencia documental que certifique que el hecho más célebre por el que se recuerda a Marica haya tenido lugar ni en su casa de la calle Unquera, la famosa calle del Empedrado o del Correo, actualmente Florida al 200- o en el salón principal de su quinta Los Ombúes, en San Isidro, se haya cantado por primera vez la Marcha Patriótica, es decir nuestro actual Himno Nacional Argentino, el 14 o el 25 de mayo de 1813. 

Es curioso que una memorialista tan dada al detalle como la anfitriona no haya dedicado jamás una línea a un episodio de semejante trascendencia. Hasta donde sabemos, ese episodio sólo existió en la litúrgica imaginación patriótica de Subercaseaux quien en 1910 y basado en las Tradiciones Argentinas de Pastor Obligado plasmó el lienzo.

Se trataba aquí de representar el ensayo del Himno Nacional Argentino. En el salón de la Chacra, tapizado de rico brocado amarillo, hice que se agruparan mis personajes; unas cuantas señoritas jóvenes vestidas a la moda ‘imperio’, junto a las cuales representé a San Martín, Pueyrredón y unos cuantos hombres más. Al clavecín aparecía el que acompañaba el canto de doña Mariquita Thompson, la que debía aparecer como figura principal del cuadro, cuenta Subercaseaux en sus Memorias.

Es que para esos tiempos, ella era una suerte de arquetipo de la patriota rioplatense. 

Locura y muerte

Ascendido a teniente coronel en 1813, Thompson continúa al frente de la capitanía desde donde promueve el fomento de los puertos de Ensenada de Barragán y Barracas  El nombramiento como coronel llega en 1816 junto con sus cartas credenciales para ser presentadas al titular del Ejecutivo de los Estado Unidos de América, James Madison.

Las instrucciones dadas por el Director Supremo de las Provincias Unidas, Ignacio Álvarez Thomas eran sencillas: asegurar la cooperación norteamericana en la lucha por la independencia de España, y el reconocimiento de Argentina como nueva nación, la compra de dos fragatas, con oficiales y marinería para tripularlas y la autorización para comprar armas de guerra en ese país. Todo eso a cambio del tratamiento como nación más favorecida a los Estados Unidos.

En mayo de 1816 arribó a Nueva York donde permaneció más tiempo del previsto a causa de achaques de salud por lo cual llegó a Washington recién en agosto, con la independencia argentina declarada el 9 de julio. No pudo entrevistarse con Madison que estaba de vacaciones por lo cual regresó a Nueva York para comenzar las tratativas para la compra de material de guerra y la contratación de oficiales. Una iniciativa que cayó mal en ambas administraciones. En la norteamericana porque no veía futuro en las independencias sudamericanas y en la rioplatense ​porque consideraban que se había excedido en sus atribuciones por lo cual el nuevo director, Juan Martín de Pueyrredón dispuso su regreso y lo dejó cesante en enero de 1817.

Thompson, sin embargo, no pudo regresar pues fue internado por demencia por lo que Mariquita, desde Buenos Aires, debió hacerse cargo de la tramitación para que pudiera volver. Al valet que lo cuidaba en Nueva York le encarga que lo trate “no como a un débil enfermo, sino como a mi marido”

Tras dos años de burocracia y conseguidas las autorizaciones, zarpa rumbo a Buenos Aires pero el 23 de octubre de 1819, en plena travesía, muere y su cuerpo fue arrojado al mar.

Segundas nupcias apuradas

El 20 de abril de 1820, apenas seis meses después de enviudar, contrae matrimonio con el francés Jean Baptiste Washington de Mendeville, un comerciante y músico francés siete años menor que ella y que será el primer cónsul galo en Buenos Aires. El casamiento tuvo lugar en la casa familiar por consejo de su confesor, fray Cayetano Rodríguez. Siete meses después, nace Julio Rufino, un robustísimo sietemesino. En 1824 llegará Carlos y, un año después, Enrique. De los hijos de Thompson, sólo Juan no aceptó a Mendeville como su padre sustituto. 

La asunción de Martín Rodríguez como gobernador de la provincia de Buenos Aires parecía anunciar una era de prosperidad y calma al amparo de las gestiones de ministros progresistas como Manuel J. García, Francisco Fernández de la Cruz y Bernardino Rivadavia quien le encargará que reúna a las mujeres más importantes de la sociedad porteña para fundar la Sociedad de Beneficencia encargada de la administración de la Cárcel de mujeres, las escuelas para niñas, el Hospital de mujeres, la Casa Cuna, el Colegio de huérfanos y la Casa de partos públicos y ocultos de la provincia de Buenos Aires. Mariquita será su primera secretaria en 1823 y presidenta entre 1830 y 1832. En esta institución Mariquita puso de manifiesto su “orgullo de casta”, por lo que mantuvo escuelas separadas para niñas blancas y pardas.

En 1822 participan de la fundación de la sociedad Filarmónica, junto al maestro Víctor Rabaglio, al talento musical de Mariquita se suma la voz de Mendeville. No fue la única excentricidad: fue la única mujer que viajó en el primer crucero de un barco a vapor en el río de la Plata que unió Buenos Aires y San Isidro, y, además, lució el primer tapado de piel de Buenos Aires. 

La incorporación del futuro diplomático abrió aún más el salón de Mariquita a emisarios de gobiernos extranjeros y a los integrantes de la Generación del 37, un grupo de jóvenes con inquietudes literarias y políticas, integrado, entre otros por Juan Bautista Alberdi, Esteban Echeverría, y José Mármol con quienes mantendrá relaciones a lo largo de su vida. 

Angelicales anfitriones que amparan paternal y maternalmente a todos los forasteros que los frecuentan”, describen testigos de la época. Cuando Mendeville sea designado el primer cónsul francés en el Plata, Mariquita dispondrá de parte de su casa paterna para que funcione el consulado, una nueva sangría para el cada vez más mermado patrimonio de la dama que apoyaba a su esposo pese a que su conducta disipada ocasionó conflictos y litigios amorosos y económicos entre ellos que derivaron en una simulada separación.

Las tertulias comienzan a convertirse en el lugar de reunión de los franceses en el Plata lo que derivará en que, durante una de las recurrentes crisis con los galos, sea atacada por una multitud enardecida. Marica, salió y de dirigió a la multitud a la que le pidió que si alguno tenía más méritos patrióticos que ella diera un paso adelante. Todos retrocedieron.

Amiga de Rivadavia, no tuvo problemas en sumarse al partido federal en 1829. “Yo soy en política como en religión muy tolerante. Lo que exijo es buena fe”, se definía.

Es que Marica era amiga desde la infancia de todos esos apellidos de esa historia de “carácter incestuoso” tal como la definió Jorge Luis Borges donde los parentescos no influían a la hora de odiarse. 

Su fama era tan ecuménica que fue elegida para dar el discurso de bienvenida a Juan Manuel de Rosas, nuevo gobernador y capitán general de la provincia. Como para algunos aduladores la pieza no era lo suficientemente laudatoria fue transcrita con modificaciones, Mariquita pondrá el grito en el cielo y logrará la rectificación.

Ya por 1830 comienza a tener problemas de dinero y sus hijos comienzan a dejar el nido. Algunas de sus hijas casadas se radican en Europa, pero uno de sus yernos, Faustino Lezica, es implicado en un desfalco que lleva al suicidio a su porpio hermano. 

Estos años no fueron idílicos. La ajustada situación financiera de la familia, ocultada para mantener las formas, empezó a poner en peligro su posición social cuando comenzaron los rumores sobre las deudas que no podían pagar lo que hacía que su esposo malvendiera propiedades como la quinta familiar de San Isidro para solventar su estilo de vida.

Con la llegada de Juan Manuel de Rosas al poder, las disenciones del matrimonio crecieron. Mariquita era escéptica acerca de las ideas políticas del gobernador, mientras que Mendeville no ocultaba sus simpatías por él, y logró ganarse su apoyo para mantenerse en el consulado por un período más largo que el pautado. Especialmente grave fue la muerte repentina en 1836, de Vins de Peysac, el nuevo cónsul que acababa de llegar de Francia para relevarlo. Tras la muerte la comunidad francesa señaló a los Mendeville que buscaban sostener su posición social.

En 1835, Mendeville será trasladado a Quito, Marica y sus hijos se quedan en Buenos Aires y, si bien la relación matrimonial se mantiene, Mariquita nunca más volvió a encontrarse con su marido, muerto en 1863 en Francia.

No fueron todas Rosas

“Fue la personalidad más importante de la sociedad de Buenos Aires, sin la cual es imposible explicar el desarrollo de su cultura y buen gusto”, escribió Juan Bautista Alberdi sobre ella, la mujer a la que Juan María Gutiérrez admiraba, Echeverría amaba y Bartolomé Mitre le permitía desplantes, con la que Agustina López de Osornio, la madre del Restaurador y única persona a la que don Juan Manuel temía, tomaba el té todas las tardes.

El valor casi impune de Marica se aprecia en esta anécdota. En una las fiestas que Rosas celebraba en su residencia de San Benito de Palermo y a la cual las damas asistieron de riguroso rojo punzó, ella se presentó vestida de celeste, el color que era divisa de los unitarios. 

-Mariquita, ¿Cómo te me venís de celeste?
-Para hacer juego con tus ojos, Juan Manuel- Respondió ella.

Con Rosas tuvo una relación de extrema confianza al punto que se tuteaban. En una carta en la antesala del bloqueo francés a Buenos Aires, el Restaurador disparará: “Conocí antes a una María Sánchez buena y virtuosa federal. La desconozco ahora en el billete con tu firma que he recibido de una francesita parlanchina y coqueta”.

Mariquita contesta: “No quiero dejarte en la duda de si te ha escrito una francesa o una americana. Te diré que, desde que estoy unida a un francés, he servido a mi país con más celo y entusiasmo aún, y lo haré siempre del mismo modo, a no ser que se ponga en oposición de la Francia, pues, en tal caso, seré francesa, porque mi marido es francés y está al servicio de su nación.” 

En 1836 responde a las acusaciones del Restaurador de la Leyes sobre sus escasa vocación americana: “Tú, que pones en el ‘cepo’ a Encarnación si no se adorna con tu divisa, debes de aprobarme, tanto más cuanto que no sólo sigo tu doctrina sino las reglas del honor y del deber. ¿Qué harías si Encarnación se te hiciera unitaria? Yo sé lo que harías. Así, mi amigo, en tu mano está que yo sea americana o francesa. Te quiero como a un hermano y sentiría que me declararás la guerra”

El conflicto no deja de escalar y Mariquita se ubica en la oposición a Rosas desde la cual y, apelando a su rol materno y de clase, intentará publicar una serie de sátiras que serán censuradas al ser catalogadas de “insanas” y “fruto de una mente desquiciada”. 

1836. Rosas accede a un pasaje de barco a nombre de María Sánchez con destino a Montevideo. Se lo envía a la propietaria. Dejar la ciudad sin permiso es un delito. En el dorso, una pregunta. “¿Por qué te vas Mariquita?” Ella reconoce la letra y responde en el frente del pasaje: “Porque te tengo miedo Juan Manuel.”

El regreso de su hijo Juan, federal pero ferviente antirosista, y su vínculo con la generación del 37, pondrá algo de sosiego. En esos días publica su libro Recuerdos del Buenos Aires virreinal y comienzan sus frecuentes viajes a Montevideo donde, finalmente, se radicará y donde en 1843 tendrá un encuentro con Domingo Faustino Sarmiento, quien se encontraba de camino a Europa. Pese a que él tenía 32 años y ella casi le doblaba en edad, el sanjuanino contó a un grupo de amigos el impulso casi sexual que le causó la seducción de Mariquita. 

Desde el exilio, Mariquita denuncia la política a la que acusa de destruir los ámbitos femeninos: hogar, familia, hijos y nietos, patrimonio…  aunque la resignifica y la transforma en práctica doméstica, en un asunto privado. Admite que “observa en silencio”, jura que su “boca está cosida con dos hilos” y de queja de haber “perdido la fe” en quienes gobiernan.

“ … cuando pienso que esta carta puede perderse -se queja-, se me cae la pluma y no sé lo que debo escribir”. Las cartas son un arma de doble filo, de privacidad precaria y que puede hacerse pública.

Sin embargo, escribir cartas es un trabajo doméstico. La carta femenina recupera el hogar perdido al punto tal que en las escuelas son parte vital de la currícula para las niñas que ella aprueba tal como apunta al referirse a la educación de una de sus nietas: “ así se acostumbra a poner con facilidad una cartita y no hay otro medio sino la costumbre ..”

“Escribo tanto, hija, con tanta frecuencia, a todos, que me duelen las espaldas. No hay casi día que no escriba”, revela a su hija Florencia, habitual confidente.

Los rumores en su contra, la deciden a partir hacia Montevideo. Ella se considerará una “exiliada”, pero su relación especial con Rosas le permitió cruzar el Plata más de una decena de veces.

En ese período entre ambas orillas del Plata, ella se permite escribir a Gervasio

Rosas, mandar saludos a Manuelita, ser una suerte de corresponsal de su hijo Juan, compilar para Echeverría o cartearse con Sarmiento y Alberdi enconados enemigos entre sí. “Oigo a todos, no me peleo con nadie. Así, mi cabeza es un almacén como el de

Lozano, donde encuentras las cosas más originales”, le explica en 1840 a su hijo Juan.

Las cartas de los Gutiérrez, Alberdi, Varela,Sarmiento, Frías y Echeverría cruzan el Plata, son la Joven Argentina en contacto con la patricia que representa la tradición de Mayo y el espíritu de las luces. Hay algo de icono en ella y, a la vez, se considera así misma una suerte de guardiana de la patria. Será por eso que durante décadas custodiará el libro de la Sociedad de Beneficencia para salvaguardarlo del “mueran los salvajes unitarios” 

Su condición de memoria histórica hará que Alberdi le escriba: “Con respecto al pobre San Martín, cuando nos veamos, le diré a usted algo para la historia. Usted, que recoge cenizas, aprovechará”.

Sus cartas son su salón por otros medios. Y ella lo sabe. No hay descuido ni palabras vanas. Todas son escritas con método. Todas son historia en potencia. Y todas conllevan el riesgo de una indiscreción, de una perfidia, de una traición oportuna.

Los preparativos para la Revolución son motivo de continuas habladurías. Hacen un caos, unos de buena fe, por ansia y deseos de ver el fin, otros por maldad. Vivimos en un infierno donde se ejercita la paciencia y de los que trabajan y esperan para asegurar con prudencia tan grande empresa…”, apunta en 1839 cuando aún tenía alguna esperanza en el general Juan Galo de Lavalle, al que califica de “mesías”.

Entre 1839 y 1840, y desde Montevideo, escribirá un Diario destinado a mantener informado a Esteban Echeverría, que se encontraba extrañado en una estancia bonaerense en las afueras de Buenos Aires: “Es difícil escribir como historiador contemporáneo, pero más difícil aún escribir aquí que es imposible descubrir la verdad. Así mi diario no asegura como tal sino pocas cosas que puede garantizarlas pero lo demás, el tiempo lo caracterizará”

A su hijo Juan que está exiliado en Corrientes donde ejerce el periodismo y del que ella es una suerte de corresponsal, le escribe en 1840, “…Nosotros, patriotas de buen corazón que deseamos la causa de la humanidad (…) La elevación de las ideas ya sabes cuánto cuesta y lo mejor que le puede a uno suceder es que lo tomen por extravagante si es hombre y por pedante si es mujer”

Ese mismo año le dirá a su hijo Juan: “yo no puedo servir sino para las escuelas de las niñas (…) es preciso empezar por las mujeres si se quiere civilizar un país, y más entre nosotros, que los hombres no son bastantes y que tienen las armas en la mano para destruirse constantemente”

En 1846 parte desde Buenos Aires a Río de Janeiro y al año siguiente regresa a Montevideo, donde residió hasta que la batalla de Caseros, terminó con el régimen rosista.

Retorno a la tierra de las lágrimas

“Considera que yo soy la madre del miedo, tengo el cuartel de los argentinos a dos cuadras, y el de unos negros a una cuadra, de modo que cualquier ruidito ya los veo pasar corriendo, y yo, temblando. Hago con mi cabeza mil viajes ya a Buenos Aires ya al Janeiro, pero mi poca salud me tiene rendida, que nada emprendo.”, confiesa a su hijo Juan, depósito de confidencias políticas.

“Me cansa el mundo, Florencia, y te aseguro que el que yo vaya a sociedad, es para conservar el lugar que siempre he tenido, y que no tenga otra cosa que dejar mis hijos. Te protesto que es una gran filosofía”, se cansará ante su hija Florencia, confesionaria de intimidades y con quien soñará que un día habrá un matriarcado: “Si yo no escuchara sino mi corazón y mi gusto –escribe a su hija Florencia en ¡1847!–, mira lo que haría: nos uniríamos en la casa grande tú y las Larrea, viviríamos como pudiéramos y nos consolaríamos todas juntas. Los árboles de tu casa, comisionaría a M. Picolet de componerme con ellos la huerta. Haríamos un buen gallinero y todo lo arreglaríamos muy bien (…) ¡Si esto pudiera hacerse! Catalina sería la que correría con todo, le daríamos a ella la plata, ¡qué consuelo para todas!”. Y anuncia que va a “escribir la historia de las mujeres de mi país. Ellas son gente”

“¡Qué desgracia, Florencia, y qué felices somos las dos! Quién diablos inventó el matrimonio indisoluble? No creo esto cosa de Dios. Es una barbaridad atarlo a uno a un martirio permanente”, escribe a su hija en referencia a sus disputas patrimoniales con Mendeville. Sin embargo, no se arrepiente de nada y apela a un ejemplo cuando se refiere a una criada que tuvo una relación extramatrimonial: “Mujer que tiene pasiones tiene mérito y, sea en la clase que sea, tiene corazón y es lo que yo aprecio. De las mujeres impecables, tiemblo; son perversas; pero no digas esto, hija, porque me tendrán por una bandolera”.

Ella, si bien es profundamente femenina , le confesará a Alberdi: “Mi vida es la de un hombre filósofo por fuerza, más bien que la de una mujer, con la desgracia de tener un corazón de mujer, cabeza de volcán y no tener la frivolidad del sexo para distraerme…”

Tras Caseros, retorna a Buenos Aires, a la que llamaba “la tierra de mis lágrimas” donde reorganizará las obras a cargo de la Sociedad de Beneficencia, al tiempo que defenderá a Justo José de Urquiza de los ataques de Sarmiento y Varela: “Urquiza, el obstáculo a la grandeza y prosperidad, es preciso echarlo abajo, anularlo. Este es el objeto de estos señores. Hay voces que entran en moda. Ahora es los caudillos. Estoy aburrida de oír esta majadería. ¡Qué sería la Francia si no tuviera el caudillo Napoleón!”, escribe a Alberdi, mientras que a su hija Florencia le confiesa su dolor por poder “dejar de sentir la humillación y envilecimiento de mi país, ¡yo que vi nacer su libertad y pasé por tanto susto con tu pobre padre !”

Pobre Marica, que quiere casi con añoranza ser la mujer que nunca fue. En ese sentido, le escribe a Juan María Gutiérrez ”Me parece algunas veces que soy joven. Es sólo cuando veo mis nietos que me saco la cuenta (…) Voy al corriente del mundo y me alucino (…) En mis pesares he tenido días de desesperación, mi corazón como en una prisión y mi espíritu en una completa soledad… me he reducido al piano y a otros trabajos mujeriles, para los que no tenía simpatía, pero como el despotismo está de moda, me he despotizado yo misma bordando, haciendo sonseras como las colegialas …”

En 1855 se radica definitivamente en Buenos Aires, parece vencida y resignada, pero aún guarda fuerzas para disputar con Sarmiento que ocupaba el cargo de general de Escuelas de la provincia de Buenos Aires acerca de la educación femenina: “Oígame con calma (…) No se empiece a pelear conmigo. Empiece por saber que lo que tengo al mes son mil pesos, para profesores, útiles y gas. En un tiempo dijo el gobierno a la Sociedad se pedían a Norte América útiles y libros para las escuelas de ambos sexos. Teniendo esto presente, le pregunto si en ese depósito hay un lobo, que necesito para mi escuela normal, que quiero organizarla de modo que usted no me murmure (…) Usted es un injusto, no se contenta con la política y los muchachos y quiere pelearse con las mujeres ¡y no sabe usted qué malos enemigos son!”

Y la tristeza ante las eternas disputas: “a mi vejez veo a mis nietos con el fusil en lo más encarnizado de la guerra… Más que nunca deseo alejarme de mi pobre patria, porque preveo una terrible y prolongada lucha, cualquiera que sea el triunfo (…) Esta pobre América tiene la maldición del Eterno, a mi modo de ver, y nosotros nos moriremos envueltos en esa misma maldición…”, dice a Alberdi. 

Estos años finales estarán signados por la estrechez económica y su negación a disminuir sus gastos. La espera inútil porque Mendeville reponga algo de su patrimonio dilapidado, los préstamos vergonzantes o usurarios, la herencia de su marido que nunca llegó, la desilusión porque siquiera le devolvió las medallas de plata de las batallas de Salta y Tucumán, y la de oro de la entrada en Lima, que Belgrano y San Martín le habían enviado personalmente; “un honor que ninguna señora de mi país tuvo”. 

Sin embargo, tuvo fuerzas para -entre 1866 y 1867- volver a presidir la Sociedad de Beneficencia y participar de la ayuda a los damnificados por la epidemia de cólera de 1866 y 1867. 

En esos tiempos de parca presente habrá recordado a doña Magdalena y sus advertencias patrimoniales mientras redacta su testamento

Muere el 23 de ese mes de 1868, a los 81, el mismo día que se fue su Martín. 

María Sánchez de Mendeville, viuda de Thompson

“Hemos pasado a su lado largas horas contemplando en ella todos los recuerdos de nuestro glorioso pasado; admirando hombres y sucesos que ella nos evocaba en el campo de la memoria, escuchando de sus labios tradiciones de familia, advertencias, consejos…”, la homenajea Santiago Estrada en La tribuna

El cortejo fúnebre fue de los más concurridos de su tiempo y durante unos cuantos meses descansó en el mausoleo de los Lezica. Finalmente tuvo su en forma de túmulo de mármol de Carrara, frente al Panteón de los ciudadanos meritorios del cementerio de la Recoleta 

El libro de los muertos de Catedral del Norte, hoja 292, al 24 de octubre del año 1868, precisa: “se dio licencia para sepultar el cadáver de Doña María S. de Mendeville de 83 años de edad, natural de esta Ciudad domiciliado en la calle La Florida número 123 viuda de Don Washington Mendeville que murió el día anterior según el testimonio de Don Ricardo Lezica de veinte y ocho años de edad domiciliado en la calle Cuyo número 96… firma Jacinto Balan, cura de la Parroquia”