Padilla, el hombre detrás de la mujer


14 de septiembre de 1816

La cabeza aún gotea sangre, al igual que el sable del realista Manuel Ovando, quien acaba de decapitarla para que en la altoperuana El Villar, todos sepan qué le pasa a quienes desafían a las armas del Deseado, Su Católica Majestad Fernando VII.

Clavada en una lanza la cabeza muda y ciega del coronel Manuel Ascencio Padilla espera ser rescatada.

Manuel Asencio Padilla

Manuel Ascencio Padilla nació el 26 de septiembre de 1774 en Chipirina, una aldea de la potosina provincia de Chayanta, en el centro del Alto Perú. Hijo de un hacendado local, Melchor Padilla y Eugenia Gallardo, optó por la carrera de las armas  y siendo un niño marchó con las tropas virreynales a sofocar la rebelión de Dámaso Catari, un epígono de Tupac Catari que supo poner en aprietos al régimen colonial liderando el alzamiento de miles de quechuas y aymaras.

Ingresó en la Universidad Mayor, Real y Pontificia de San Francisco Xavier de Chuquisaca, buscando graduarse en Derecho, estudios que abandonó para casarse en 1805 con la heredera de una finca vecina y que había abandonado los hábitos: Juana Azurduy. 

Nace el patriota

Dueños de una vida tranquila, en 1809 surgió en el Alto Perú un movimiento juntista, antecedente del de Mayo de 1810, que ante el encarcelamiento de Fernando VII por parte de Napoleón, desconoció a las autoridades coloniales y pretendió asumir el gobierno en salvaguarda de los derechos del Rey prisionero.

Padilla, quien ejercía como alcalde pedáneo en San Miguel de Matamoros, adhirió al movimiento y negó cualquier tipo de auxilio a las tropas que Lima y Buenos Aires habían destinado para sofocar y reprimir el alzamiento de Chuquisaca y otras ciudades por lo cual al ser ahogada la rebelión debió internarse entre indios de la sierra.

José Manuel Goyeneche

La represión a los juntistas altoperuanos fue extensa. Algunos historiadores citan que de 83 líderes -lo que habla de lo vasto del movimiento-, 11 fueron ajusticiados y 17 confinados, sin contar que, luego del aplastamiento del movimiento, el general, José Manuel de Goyeneche, jefe de los realistas otorgó un generoso indulto.

Tras los sucesos de mayo de 1810 en Buenos Aires, en septiembre de ese año Cochabamba se sumó al movimiento y reconoció a la junta porteña. En ese marco, Padilla fue designado como “comandante civil y militar” de una zona cuyo epicentro era la localidad de La Laguna y en la que convergen Chuquisaca, Cochabamba y Santa Cruz de la Sierra. Padilla reclutó 2000 guerrilleros indios con los que apoyó la campaña de Esteban Arce, que logró el 14 de noviembre de 1810 la victoria de Aroma que consolidó el logro de las tropas porteñas en Suipacha.

Juan José Castelli

Decidido por el proceso independentista, puso su bienes al servicio de la revolución. En un primer momento, alojó en sus establecimientos al Ejército del Norte y trabó muy buena relación con su comisario político, Juan José Castelli.

Tras el desastre de Huaqui, sus bienes fueron confiscados y Juana fue encarcelada junto a sus cuatro hijos en una hacienda de la que logró fugarse tras una fuga en la que el mito y las fuentes no suelen coincidir salvo en que Padilla fue a rescatarla con una partida y que los llevó a vivir con él y sus guerrilleros.

Poseedor de cierta fama e influencia, Goyeneche, jefe de las tropas realistas intentó atraerlo mediante el ofrecimiento de de un empleo público y el indulto a lo que Padilla se negó. “Se le ofreció, en nombre del Rey, ascensos en su carrera militar si quería tomar servicios en los ejércitos españoles, indulto para é y todos sus milicianos, y una gratificación de diez mil pesos en plata, más la devolución de todos los biene que se le han confiscado”, cuenta el historiador Miguel Ramallo.

“Con mis armas haré que dejen el intento, convirtiéndolos en cenizas, y que sobre la propuesta de dinero y otros intereses, sólo deben hacerse a los infames que pelean por su esclavi­tud, no a los que defienden su dulce libertad como yo lo hago a sangre y fuego”, responderá.

Manuel Belgrano

Pese a su victoria en Huanipaya, el 27 de enero de 1811, Padilla fue derrotado el 14 de marzo de 1812 en Tacobamba, lo que lo obliga a escapar hacia el sur donde enlaza con el Ejército del Norte al mando del general Manuel Belgrano y a quien acompañará en el Éxodo Jujeño. 

Al mando de Belgrano participó de las batallas de Tucumán y Salta, y acompañó a las tropas en su regreso al Alto Perú para reencontrarse con su familia, objetivo que logró cuando las tropas del mayor general Eustoquio Díaz Vélez recuperaron Potosí, el 17 de mayo de 1813.​

Las republiquetas

Con la Villa Imperial en sus manos, Padilla organizó un grupo de más de diez mil indios a los que agrupó en torno a la localidad de La Laguna: había nacido la “Republiqueta de La Laguna”, un término acuñado por Bartolomé Mitre para significar el carácter indicar que, a diferencia de otros tipos de guerrilla, la distinción de clases sociales no tenía gran peso.

“Lo más notable de este movimiento multiforme y anónimo es que, sin reconocer centro ni caudillo, parece obedecer a un plan preconcebido cuando en realidad sólo lo impulsa la pasión y el instinto.  Cada valle, cada montaña, cada desfiladero, cada aldea, es una republiqueta, un centro local de insurrección, que tiene su jefe independiente, su bandera… las multitudes insurreccionales pertenecen casi en su totalidad a la raza indígena o mestiza, y que esta masa inconsistente, armada solamente de palos y piedras, cuyo concurso nunca pesó en la batalla, reemplaza con eficacia la acción de los ejércitos regulares ausentes, concurriendo a su triunfo, con sus derrotas más que con sus victorias”, apunta Mitre.

Juana Azurduy

Si bien Belgrano apeló a ellos como guías y mano de obra para actividades como, por ejemplo, el como transporte de cañones a través de las montañas, no los tuvo en cuenta en la estrategia militar. Apenas le asignó algunas misiones menores al batallón de Leales que comandaba Juana Azurduy. Sin embargo, tras la derrota de Ayohuma, el general admitió su error de juicio y condecoró a la altoperuana a quien, además, le obsequió su espada.

Tras las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, el ejército del Norte volvió a cruzar al sur de Humahuaca lo que obligó a los Padilla a llevar una guerra de recursos contra los realistas con un doble fin: la supervivencia y ‘fijar’ a las tropas del Rey y, así, diferir y debilitar cualquier invasión con destino a Buenos Aires.

Juan Antonio Alvarez de Arenales

En esta guerra cruel, llena de masacres y traiciones, mientras los Padilla-Azurduy operaban en la zona de Mojotoro, Yamparáez, Tarabuco, Tomina y La Laguna, otros jefes, como Ignacio Warnes, Juan Antonio Álvarez de Arenales -a quien reconocían como una suerte de primus inter pares– y Vicente Camargo, organizaron también guerrillas de resistencia en torno a sus republiquetas.

El cronista español y biógrafo de Goyeneche: Mariano Torrente, apuntará: “Esta clase de guerra desordenada y sangrienta era fatal a las tropas del Rey; aquellos bandidos no presentaban ninguna batalla campal; pero talaban las haciendas y casas de campo.  Y hacían que los empleados de ellas se les incorporasen en sus desarregladas filas; cuando se veían hostigados, se retiraban a las elevadas cordilleras y se colocaban en quebradas y desfiladeros impenetrables.  Su conocimiento práctico del terreno era la mejor defensa; y las marchas forzadas y contramarchas que las tropas del Rey tenían que hacer para alcanzarlos causaban más bajas que sus mismos ataques”.

En marzo de 1814. Padilla y Azurduy vencen a los realistas en dos combates: Tarvita y Pomabamba por lo cual su jefe, general Joaquín de la Pezuela, puso a todas sus fuerzas para cercar y detener a los caudillos. Rodeados por cinco fuerzas convergentes, el matrimonio se separó: Padilla fue hacia La Laguna, mientras que Juana se internó en una zona pantanosa con sus cuatro hijos pequeños. En ese ambiente malsano murieron de malaria Manuel y Mariano quienes no resistieron la espera antes de ser rescatados por su padre y Juan Huallparrimachi, un hondero y poeta aborigen que los cuidaba de pequeños.  Ya en el refugio del valle de Segura, fue el turno de las niñas, Juliana y Mercedes, fallecieron de paludismo y disentería. 

Cuentan los cronistas que tras estas muertes llevará adelante una guerra sin cuartel y brutal contra los realistas: “Padilla es cruel, es sanguinario (…) La guerra se ha desatado bárbaramente; ya no es la ley del Talión la que prima, sino una ley más inhumana, por un muerto se exigen dos, por dos, cuatro”, afirma su biógrafo Joaquín Gantier. 

Pese a que Juana está nuevamente embarazada combaten el 2 de agosto de 1814 en el cerro de Carretas. Luisa, la quinta hija, nace junto al río Grande cuando las partidas de sus padres, abandonan Pintatora perseguidos por la caballería realista. 

Chuquisaca y los porteños

Cuando en abril de 1815, la tercera expedición auxiliadora al mando de José Rondeau se acercaba, el brigadier realista Miguel Tacón y Rosique abandonó la persecución de Padilla y se dirigió contra las fuerzas enviadas por Buenos Aires, ocasión que Arenales aprovechó para indicar a Padilla que ocupe Chuquisaca, cometido que cumple.

José Rondeau

Tomada Chuquisaca, unos días después llega Arenales, quien informa a Rondeau el 27 de abril: “Me he posesionado hoy de esta plaza, sin oposición, y con imponderables demostraciones de júbilo en lo general del pueblo”.

Dispuesto a reconquistar Cochabamba, objetivo que logra tras vencer al gobernador realista Antonio Uriburu y a su jefe militar, coronel Francisco J. Velasco, a mitad de mayo, Arenales deja a Padilla al frente de Chuquisaca quien convoca Juan Antonio Fernández, un ciudadano respetable, para que ejerza como gobernador, al tiempo que se reserva el control militar.

Asimismo, Padilla dio estrictas órdenes a sus fuerzas de “no tocar un solo doblón” de los chuquisaqueños con lo cual se ganó la confianza de los sectores más pudientes que temían  el saqueo por parte de las tropas patriotas.

Martín Rodríguez

El comando de Padilla sobre la capital de la antigua Audiencia de Charcas, fue reprobado por Rondeau quien le advierte que el coronel Martín Rodríguez ya está en camino para asumir el gobierno de la ciudad y le  ordena volver a La Laguna para proteger su frontera contra una disparatada e imposible invasión de los chiriguanos. Una orden que, pese a todo, obedecen.

A diferencia de Padilla, Rodríguez ordena, con la excusa de proteger los bienes de los ciudadanos, la requisa de todos los objetos de valor que se pudiesen encontrar en la ciudad sin obviar conventos y lugares sagra­dos.

El general José María Paz contará en sus Memorias: “El coronel Daniel Ferreira llegó a la casa donde tenía sus sesiones el tribunal confiscatorio designado por el coronel Martín Rodríguez, en los momentos en que se hacía el lavatorio del dinero. Esto era presenciado por el coronel Quin­tana, presidente del tribunal, quien le dijo: ‘Ferreira, ¿por qué no toma usted algunos pesos?’. Este, aceptando el ofrecimiento, estiró su gigan­tesco brazo, proporcionado a su estatura, y con tamaña mano tomó cuanto podía abarcar. Quintana repitió entonces: ‘¿Qué va a usted a hacer con tan poco?; tome usted más’. Entonces Ferreira, extendiendo su amplio pañuelo, puso en él cuanto podía cargar, algunos cientos”.

“Con más generosidades como ésta, con lo que sustraerían los peones conductores, los cavadores, los agentes subalternos y algunos más, ¿qué extraño es que el caudal, cuando hubo de entrar en arca, hubiese disminuido notablemen­te? Se dijo que faltaba más de la mitad”, concluye el Manco Paz. 

Rodríguez no dejó estupidez por cometer y coronó su rosario de disparates haciéndose designar “Supremo Director de la Provincia del Plata”, para desembocar en una suerte de independencia de facto que hizo que Rondeau, lo fulminara con una destitución. Su relevo no sería otro que Juan Antonio Fernán­dez, el gobernador civil designado por Padilla.

Mientras tanto, Manuel y Juana esperaron en La Laguna la convocatoria para volver a pelear contra los godos, hasta que Padilla fue a ver a Martín Rodríguez en Pomata. Allí le informaron que sólo necesitaban remontar caballos y soldados, pues los puestos de mando estaban adecuadamente cubiertos con las designaciones del gobierno porteño.

“Las fuerzas que me participó mandar no son despreciables, a ellas y las que pueda reunir en el curso de su marcha las destinaré a Pocoata”, agradece con displicencia Rodríguez quien, -por si hiciera falta- insiste en ordenar a los Padilla que esperen instrucciones en La Laguna y que custodien las vías aprovisionamiento realista.

Esta actitud de los porteños se reflejaría también en el trato que dispensaron a otros caudillos como Lanza, Zárate y Camargo. 

Tras la “nueva, humillante y definitiva derrota en los campos de Sipe Sipe”, el 29 de noviembre de 1815, Rondeau retrocede hacia Salta, y le ordena a través de una carta a Padilla que hostilice al enemigo y reúna a “oficiales y tropa rezagadas”. Padilla, en una misiva a la que calificará como “reservada”, responderá que cumplirá sus órdenes a pesar de la “desconfianza rastrera” que les profiere Buenos Aires.

“Lo haré como he acostumbrado hacerlo en más de cinco años […] donde los [alto] peruanos privados de sus propios recursos […] sembrando de cadáveres sus campos, sus pueblos de huérfanos y viudas […] llenos los calabozos de hombres y mujeres que han sido sacrificados por la ferocidad de sus implacables enemigos, hechos y ludibrios del ejército de Buenos Aires, vejados, desatendidos en sus méritos […] El gobierno de Buenos Aires, manifestando una desconfianza rastrera, ofendió la honra de estos habitantes […]se posesiona de todos estos lugares a costa de la sangre de sus hijos y hace desaparecer sus riquezas, niega sus obsequios y generosidad. […] Y ahora que el enemigo ventajoso inclina su espada sobre los que corren despavoridos y saqueando [Rondeau y su ejército], ¿debemos salir nosotros sin armas a cubrir sus excesos y cobardía? […] pero esta confesión fraternal, ingenua y reservada [sic], sirva en lo sucesivo para mudar de costumbres, adoptar una política juiciosa, traer oficiales que no conozcan el robo, el orgullo y la cobardía […] Todavía es tiempo de remedio, propenda V.S. a ello; si Buenos Aires defiende la América para los americanos y si no….”, dice la implacable carta de Padilla.

Guerra y muerte

Las guerras continuaron sin cuartel, pero a porfía de sobornos y recursos los caudillos altoperuanos caían de uno en uno. El historiador Emilio Bidondo estima que de 162 cabecillas de partidarios que actuaron, 22 fueron ajusticiados, diez murieron en combate, y uno se suicidó. En mayo de 1816 el coronel Camargo, cae en las proximidades de Cinti para ser inmediatamente degollado. Padilla se quedaba cada vez más solo y con menos recursos.

Tras una serie de batallas menores como Mojotoro, Yamparaez, Tarabuco y Tomina, y  rodeado por un enorme número de enemigos, las fuerzas de Padilla fueron vencidas en la batalla de La Laguna el 14 de septiembre de 1816. En ese enfrentamiento Juana fue herida por los realistas y si bien Padilla logró liberarla, el precio fue haber sido herido de muerte.

“Un grupo de caballería a cuya cabeza se precipitaba Agui­lera estaba a punto de apresar a doña Juana, lo cual notando el valeroso y ejemplar esposo tornó bridas para salvar a su amada compañera, des­cargó sus pistolas logrando derribar a uno de los oficiales, entretanto, ganaba distancia doña Juana”, contará Gantier.

En 1882 Adolfo Tufiño recogerá el testimonio de de un arriero, Manuel Ovando, quien en ese momento contaba 105 años.

“Nunca se me hubiera proporcionado mejor ocasión para realizar mi meditada venganza, no perdía de vista al guerrillero en el combate; y tan luego que torció la brida y apretó los ijares de su mula, me apresuré a seguir a Aguilera que se propuso perseguirlo personalmente; pero su bestia fátigada y sin aliento para tal acto se lo impedía, es que entonces aprovechando del brío de mi caballo, me precipité tras el Caudillo, él me amenazó al darse vuelta con la pistola amarti­llada, la que en su desgracia había estado sin cargar. Bajaba precipitadamente envuelto en su poncho de castilla color aurora y a dos brin­cos me puse a corta distancia de él, en media bajada a Yotala, donde le descargué dos tiros sucesivos de pistola, que lo derribaron en tierra bañado en su sangre; es entonces que descabal­gándome y encontrándolo exánime, me asomé con el puñal a cortarle la cabeza”, describirá el anciano decapitador.

Los homenajes tardíos

El vencedor, coronel Aguilera, ordenó matar a los prisioneros y que la cabeza de Manuel Ascencio Padilla permanezca en la picota en la plaza de Villar, hasta que Juana con un puñado de sus Leales rescate la calavera amada y la lleve a una pequeña iglesia donde la entierran como como buen cristiano. 

“Señor Coronel de Milicias Nacionales, don Manuel Ascencio Padilla.

Incluyo a Ud. el despacho de Coronel de Mili­cias Nacionales a que le considero acreedor por los loables servicios que se me ha instituido está ejerciendo en esos destinos de libertarlos del yugo español lo que ya ha jurado nuestro Soberano Congreso, resuelto a sostenerlo con cuantos arbi­trios quepan en los altos alcances de su elevada austeridad. (…)

No deje Ud. de comunicarme siempre que pueda sin inminente riesgo los resultados de sus empresas, sean favorables o adversas, para mi conocimiento y poder y o tomar las medidas que considere oportunas.

Dios guarde a Ud. muchos años.

Tucumán a 23 de octubre de 1816.

Manuel Belgrano”.

Con esa comunicación, el nuevo jefe del Ejército del Norte trataba de reparar los desquicios de Rondeau. La cabeza del ascendido ya llevaba 39 días pudriéndose entre gusanos y sirviendo de comida para caranchos y hormigas.

Juana Azurduy

Designada por Belgrano como teniente coronel Juana Azurduy intentó sostener la posición junto a los comandantes Francisco Uriondo, el Moto Méndez y los hermanos Rojas, pero debió retirarse hacia Salta donde se pondrá a las órdenes de su gobernador, el general Martín Miguel de Güemes. 

Tras el asesinato de Güemes en junio de 1821, regresó a Chuquisaca donde en 1825, luego de la derrota realista en los campos de Tumusla, fue visitada por Simón Bolívar y Antonio José de Sucre.

“Esta república, en lugar de hacer referencia a mi apellido, debería llevar el de los Padilla”, dijo el Libertador a la coronela de dos naciones que vivía sin recibir su pensión ni los sueldos adeudados.

“Sólo el sagrado amor a la patria me ha hecho soportable la pérdida de un marido sobre cuya tumba había jurado vengar su muerte y seguir su ejemplo; más el cielo que señala ya el término de los tiranos, quiso regresase a mi casa donde he encontrado disipados mis intereses y agotados todos los medios que pudieran proporcionar mi subsistencia; en fin rodeada de una hija que no tiene más patrimonio que las lágrimas”, escribió en una de sus tantas cartas sin respuesta.

Ella moriría el 25 de mayo de 1863, acompañada por la única hija que sobrevivió a las guerras. Fue sepultada en una fosa común.
“Se autoriza al Presidente Constitucional del Estado Plurinacional de Bolivia y Capitán General de las Fuerzas Armadas, Don Juan Evo Morales Ayma, otorgar en el Bicentenario de Manuel Asencio Padilla, el grado póstumo de General Militar del Estado Plurinacional de Bolivia, por su valor demostrado en las batallas en el proceso de la Independencia de Bolivia”, indica la ley por la cual tras dos siglo se reconocen, otra vez, con demora sus méritos y aportes en la construcción de estas patrias.