Recuerdos maestros


Mantuve -y aún lo hago- trato con varias de mis maestras de la primaria y cada vez que las encuentro a todas, sin excepción, las trato de vos. Sin embargo, cuando hablo de ellas las sigo llamando con el mayor título que debiera otorgar una república: ‘señorita’.

Yo, que olvidé quién me entregó el título universitario, me acuerdo perfectamente que mi medalla de egresado de séptimo me la dieron en conjunto las señoritas Angelina, Iris y Yolanda a quien se sumó Herminia que ya estaba jubilada pero seguía cumpliendo y acompañando (como si ya no lo hubiera hecho) a sus alumnos.

Recuerdo que ese día me puse corbata y el guardapolvo estaba más blanco y mejor planchado que nunca. Ese día, papá, que era presidente de la Cooperadora -un cargo en el que siguió por varios años después de que yo egresara porque “había que hacer algo”-, dio un discurso en el que usó la palabra “decoroso” y cuyo borrador guardaba en un bolsillo de su saco celeste.

Aprendí mucho, muchísimo de ellas.

No hace tanto -o tal vez, sí- me encontré a una de ellas mientras paseaba con mis gurises por Corimayo. Ellos no podían creer que su papá hubiera tenido alguna vez una ‘seño’.

Ella tardó un poco en llamar a su memoria pero al rato, generosa, se presentó y charlamos un poco de todo. Por supuesto, me dio consejos y recomendaciones.

Tras el encuentro, aproveché y aburrí a mis críos con anécdotas de la primaria: que el mejor libro fue Dulce de Leche, que el primero fue el Libro Volador y el más ñoño El Sol Albañil de Ernesto Camilli.

Les conté del Periódico Mural Picaflor, un invento de Herminia, en el que colgaron algunas ‘composiciones’ mías como mi homenaje a Fofó, el relato del tornado de granizo del 76 o ésa en la que contaba el problema de una mariposa que quería conocer las cataratas y sólo tenía dos días para ir.

Les pinté ese patio de baldosas crueles y rasponas pero que no nos impedían correr; de cuando llegó el jacarandá para ponerle más color cielo al cielo y acompañar al ceibo de flores pájaro de sangre, y de mi viejo -su abuelo- poniendo el hombro junto con un montón de vecinos para que sus hijos tuviéramos un futuro mejor.

Con el tiempo, tuve otros maestros y maestras, muchos no necesitaron título porque les sobraba vida.

A algunos, pocos seguramente, tuve el honor de poder agradecerles todo lo que me enseñaron y pedirles disculpas por lo poco que aprendí.

Hoy, una profe de literatura -o como se llame ahora- de una escuela conurbana me contaba que tiene más de 300 alumnos a quienes las clases a distancia les urgen bastante menos que la vianda que ella les reparte y que es lo único que se llevarán a la boca.

Con la vianda, les entrega un cuadernillo pedagógico que no es otra cosa que una mortaja para el sueño de los que soñaron una patria y le dieron un número: 1.420, la ley que establecía la enseñanza pública, laica, gratuita e igualitaria para “nosotros, nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.

Sin embargo, no pierde las convicciones y celebra a cada uno de sus alumnos que le entrega un cuadernillo para que se lo corrija .

Gracias por todo, a todas.

(Quiero dedicárselo especialmente a la más grande de todas las señoritas: a Alicia Oliva Álvarez y su constelación de amor infinito por mis hijos)