Notas sobre el celibato (I)


Dios el Señor dijo: “No es bueno que el hombre esté solo”

Génesis, 2:18

Entre las preguntas recurrentes que aparecen a la hora de elegir un nuevo ‘Siervo de los siervos de Dios’ está relacionada con cuál será la posición del nuevo sucesor de Pedro en materia de celibato sacerdotal, un tema que pese a constituir uno de los más polémicos para el debate público tiene muchas más aristas de las que aparecen a simple vista algunas de las cuáles intentaremos andar.

Según surge de la tradición neotestamentaria tanto Pedro, el primer Papa -según la tradición de san Irineo escrita en el 180- y los apóstoles escogidos por Jesús eran en su gran mayoría hombres casados y abundan las sugerencias de que las comidas eucarísticas eran presididas por mujeres

El cristianismo primitivo estuvo lejos de ser una doctrina sólida y, a medida que se extendía, recibía influencias de numerosos cultos, creencias y filosofías con las que iba desarrollando el sincretismo. Desde el culto al dios solar Mitra, hasta Isis. Desde el mazdeísmo iraní hasta el gnosticismo alejandrino que llegó a poner en jaque la ortodoxia romana a la que, sin embargo, influyó fuertemente.

En ese sentido, durante los primeros tres siglos los gnósticos sostuvieron, entre otras ideas, el maridaje entre la luz y el espíritu divinos en combate contra el compuesto por la oscuridad y lo material que aferraban a la persona al mundo e impedían su ascensión a otros planos. La carne conspiraba contra la perfección y la santidad. A pesar de estas influencias la mayoría de los testimonios con los que contamos indican que la mayoría de los sacerdotes eran hombres casados.

Esa diversidad conceptual fue el caldo de cultivo del que surgieron docenas y cientos de interpretaciones acerca de la naturaleza de Cristo y, entre otros, temas el rol de la mujer en la vida eclesial. Esas disputas que hubieran sido en otro momento una cuestión de eruditos y teólogos se convirtió en una cuestión de Estado tras la consagración por parte de Constantino del cristianismo como religión oficial del imperio. Ya no se disputaban sutilezas interpretativas sino poder real y concreto. La ortodoxia pasaba a ser garante del orden social.

Fue así que en el siglo III y en uno de los innúmeros concilios celebrados en Antioquía los obispos hacían circular entre sus congregaciones la siguiente advertencia: “No ignoramos que muchos obispos pecan con las mujeres que con ellos tienen”.

Pareciera establecerse una relación directa entre el fortalecimiento de la autoridad temporal -que pronto entrará en conflicto con la eclesial- en un mundo en el que la visión religiosa articula las relaciones conlleva un giro hacia el celibato que busca consolidar el poder de la iglesia en permanente tensión y disputa con lo secular.

Los defensores de esta institución tendrán dos grandes bazas en las escrituras.

La primera es este pasaje del evangelio de Mateo en el que Jesús se dirige a sus acólitos: “¿No habéis leído que el Creador desde el comienzo los hizo varón y hembra y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos harán una sola carne? Le dijeron sus discípulos: Si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse. Entonces él les dijo: No todos son capaces de recibir esto, sino aquellos a quienes es dado. Pues hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos.”

Más allá sobre especulaciones acerca de cuándo y cómo fueron escritos estos textos y las múltiples interpretaciones surgidas tras sus traducciones, lo cierto esta invitación al celibato perpetuo como camino de consagración se presenta una ruptura con la tradición sacerdotal semítica en esta materia, ruptura que será consolidada por el converso Saulo de Tarso, es decir, Pablo, apóstol de los gentiles quien pondrá de relieve su postura en la primera carta canónica que envía a los cristianos de Corinto en la que, en cierto modo, empata los conceptos de matrimonio y castidad.

“En cuanto a lo que me habéis escrito, bien le está al hombre abstenerse de mujer. No obstante, por razón de la impureza, tenga cada hombre su mujer y cada mujer su marido (…) El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo; está por tanto dividido”, escribió.

Este esquema se busca aplicarlo no sólo a las jerarquías, sino a toda la grey. Así en su primera carta a Timoteo estipula que “es necesario que el obispo sea irreprochable, casado una sola vez, casto, dueño de sí, de buenos modales, que acoja fácilmente en su casa y con capacidad para enseñar. […] Que sepa gobernar su propia casa y mantener sus hijos obedientes y bien criados. Pues si no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo podrá guiar la asamblea de Dios?”

Entre anacoretas y monjes La práctica del ascetismo sexual era habitual entre los primeros cristianos aún antes de las primeras manifestaciones de lo que terminaría siendo la vida monástica. “Muchos hombres y mujeres de sesenta o setenta años, instruidos desde la niñez en las enseñanzas de Cristo, permanecen puros, y alardeo de poder indicar muchos ejemplos de toda clase de gente”, apuntaba Justino, mártir antes de su muerte en 165, un testimonio similar al de su contemporáneo Arístides de Atenas quien describía que en sus comunidades había “muchos hombres y mujeres que se envejecen sin casarse en la esperanza de unirse más con Dios”.

Entrado el siglo segundo comenzó el fenómenos de los anacoretas, seres que se alejaban del mundo para vivir en un estado de gracia y contemplación, de allí la palabra ‘monje ‘ cuya etimología griega no quiere decir otra cosa que ‘solitario’ pero que fue resignificada cuando estos hombres que habían huido de otros hombres comenzaron a formar comunidades monacales. Estos monjes influyen notablemente en el concepto de lo célibe como camino a la santidad tal como reflejan las diversas reglas para regir su vida comunitaria y personal a través de los votos de pobreza, castidad y obediencia. Esta decisión de vivir en estado de virginidad o de castidad perpetua también fue adoptada por muchas viudas y doncellas que buscaban el ‘reino de los cielos’,

En este contexto, las asambleas de obispos tendrán dos misiones: combatir todo pensamiento que cuestione la ortodoxia y la autoridad, y, subsidiariamente, reglamentar y uniformar la vida sacerdotal. El primer testimonio de la obligación del celibato religioso como norma fundante del derecho canónico lo tenemos en el concilio celebrado en el 306 en la ciudad hispánica de Elvira: “Plugo prohibir totalmente a los obispos, presbíteros y diáconos o a todos los clérigos puestos en ministerio, que se abstengan de sus cónyuges y no engendren hijos y quienquiera lo hiciere, sea apartado del honor de la clerecía.”

En estos concilios se comienzan a confundir los términos de celibato y de castidad. Por celibato se entenderá la exclusión del matrimonio para los obispos, presbíteros y diáconos tras cuya ordenación no tenían permitido casarse o volver a hacerlo, pues al no deber tener relaciones conyugales no tendría sentido. Este tema vuelve a tratarse en los concilios de Ancira y de Neocesarea -ambos en 314- que determinará que “no es lícito a los presbíteros casarse.”

Posteriormente, en 325, el concilio de Nicea, se hizo un tiempo en medio de la disputas con monofisitas y nestorianos que se saldó con la proclamación del Credo y múltiples excomuniones, para diferenciarse de ambas interpretaciones al establecer que los sacerdotes, una vez ordenados, no pueden casarse. Ese mismo año y en el concilio celebrado en Laodicea se decreta que las mujeres no pueden ser ordenadas, lo cual demuestra que antes de esa fecha accedían a roles sacerdotales.

La falta de menciones al Papa de Roma se debe a que en esos momentos no era más que una suerte de tímido primus interpares, en disputa con otras sedes apostólicas como los patriarcados de Constantinopla, Jerusalem, Alejandría o Antioquía en el seno de una institución que, a su vez, estaba en tensión con la sede imperial.

Precisamente será un obispo de Roma Siricio quien tras abandonar a su esposa para convertirse en Papa -en 385- ordene que los sacerdotes ya no podrán dormir con sus esposas pues la continencia temporal de los sacerdotes del Antiguo Testamento durante su servicio en el templo había sido convertida en perpetua por el Nuevo y que los clérigos no podían volver a casarse tras la muerte de su esposa.

Sin embargo tras de él hubo seis papas -tres de ellos santos- que estuvieron casados: los santos Félix III que tuvo dos hijos; Hormidas que tuvo un hijo y Silverio de cuya esposa, Antonia, conocemos el nombre. Además, Adriano II, Clemente IV y Félix V accedieron al matrimonio.

También encontramos papas que fueron hijos de otros sucesores de Pedro o miembros del clero. El primero de la lista es san Damasco quien fue hijo de un sacerdote canonizado como san Lorenzo a quien le siguieron san Inocencio, Bonifacio , san Félix, Anastasio II, san Agapito, san Silverio (hijo de Hormidas, santo y papa), Marino, Bonifacio VI, Juan XI y Juan XV que reinó entre 989 y 996.

El concilio de Cartago, en 390, precisó que según “lo que enseñaron los apóstoles y observaron los antiguos”, se insistía en que “todos los obispos, presbíteros y diáconos, custodios de la pureza, se abstengan de la relación conyugal con sus esposas, de tal forma que los que sirven en el altar puedan guardar una perfecta castidad.” Siete años después, otro concilio cartaginés dispondrá que “ningún sacerdote debe visitar a las viudas o a las vírgenes sin permiso previo del obispo; que no vayan solos, sino acompañados de otros eclesiásticos…y que los mismos obispos no podrán hacer tales visitas sin que los acompañe una persona de probidad conocida”.

Esta avanzada política tendría un correlato en la desaparición de la mujer de la vida eclesial. Ya no sólo se le impide el ejercicio sacerdotal sino que en 401 Agustín de Hipona apuntará que “nada hay tan poderoso para envilecer el espíritu de un hombre como las caricias de una mujer”, pero parece ser que estas no eran las sumisas hijas de Eva sino que llevaban algo de Lilith en su ADN porque un siglo y medio después -en 567 y ya sin emperador en Roma- el segundo concilio de Tours advierte que clérigo encontrado yaciendo con su esposa será excomulgado por un año y reducido al estado laico.

Se ve que no lograron mucho, porque en el 580, Pelagio II decide no preocuparse por los sacerdotes casados y para poner el acento en impedir el traspaso de los bienes eclesiásticos por parte del clero a a sus esposas o hijos. Aunque sólo una década más tarde el papa Gregorio, conocido como ‘el Grande’ vuelve a la carga para dictaminar que todo deseo sexual es malo en sí mismo. Una sentencia que hará escuela aunque durante los siglos VII y VIII las crónicas reflejan que en todo el occidente europeo no sólo la mayoría de los sacerdotes eran hombres casados, sino que, además, casi ningún obispo es célibe.

Por su parte, las iglesias ortodoxas de rito bizantino -aquellas que no aceptan la primacía de la sede romana y que se consoldaron en el mundo greco-eslavo- consolidaron su canon en el concilio Quinisexto celebrado durante 692 en Constantinopla y que al haber sido convocado por el emperador Justiniano II no es reconocido por la iglesia católica.

Si bien este concilio no impuso a los obispos el celibato, sí les impuso la continencia completa. Según estas reglas no podrán tener función sacerdotal quien tras su bautismo haya contraído un segundo matrimonio, haya vivido en concubinato o se haya casado con una viuda, una divorciada, una prostituta, una esclava o una actriz.

También establece la ilicitud de contraer matrimonio tras la ordenación bajo pena de ser depuesto, aunque permite que pueden hacerlo antes de consagrarse pero, advierte que a partir de ese momento deberá mantenerse casto. Acerca de los obispos reglamenta que tienen prohibido convivir con sus esposas por lo cual deben separarse de mutuo acuerdo para que ella ingrese a un convento lejano de la sede episcopal. Eso sí: él deberá mantenerla y si la mujer -si demuestra dignidad- podrá ser ungida como diaconisa.

Tras el Quinisexto, se dispuso que quienes aspiraban al sacerdocio debían casarse o entrar en un monasterio antes de su ordenación lo que hizo que el matrimonio estuviese tan ligado al ejercicio eclesial que aún hoy un viudo no puede acceder al sacerdocio.

Benevolente, permitirá a los sacerdotes de las iglesias “bárbaras” que a causa desu “pusilanimdad” y de “la extrañeza e inestabilidad de sus costumbres” practicar la continencia total siempre y cuando no convivan con ellas para demostrar el cumplimiento de su voto y que cuenten con el consentimiento de su esposa.

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